Estrenos: crítica de «El hombre que vendió su piel», de Kaouther Ben Hania
Esta película tunecina nominada al Oscar en 2021 se centra en un hombre sirio al que un artista tatúa en la espalda y lo expone en los mejores museos de Europa.
Una película extraña, por momentos fascinante y en otros rotundamente fallida, EL HOMBRE QUE VENDIO SU PIEL tiene, sí, un tema interesantísimo y complejo, uno que la película no termina de tratar con la madurez necesaria. Una de las cinco nominadas al Oscar a mejor film internacional en 2021, este film tunecino tiene como protagonista a un hombre sirio que consigue emigrar a Europa al comienzo de las guerras civiles en su país pero que lo hace de una manera bastante particular. Un drama sobre la comercialización y explotación del sufrimiento ajeno, sobre el rol del arte y la cultura en la propagación de esos abusos, la película de Ben Hania abre muchísimas puertas y habilita interrogantes que incluyen también al cine. De hecho, a su propio film.
Sam (Yahya Mahayni, que ganó el premio a mejor actor en la sección Orizzonti del Festival de Venecia) es un joven sirio enamorado de Abeer (Dea Liane). Tan entusiasmado está el hombre que no tiene mejor idea que declararle su amor a ella en medio de un viaje en tren sin imaginar que sus palabras (menciona la palabra «revolución», pero en otro contexto) serán malinterpretadas por las autoridades, quienes lo detendrán y le dejarán en claro que estará bajo vigilancia. A Sam no le queda otra que fugarse al Líbano y quedarse allí, trabajando en un criadero de pollos y colándose en inauguraciones de muestras de arte para comer algo de lo que sirven allí. Mientras tanto, su amada Abeer se casa, en un matrimonio arreglado, con un oscuro funcionario diplomático y se va a vivir a Bélgica.
En una de esas inauguraciones, una galerista llamada Soraya (Monica Bellucci, teñida de rubio) descubre su «truco» y lo invita a comer. Allí le presenta a un famoso artista belga llamado Jeffrey Godefroy (Koen De Bouw), muy respetado y sobre todo caro, que le propone un curioso pacto en función de su deseo de irse a Europa y lo complicado que le resultaría hacerlo como refugiado. Le ofrece tatuarle en su espalda un pasaporte de la Comunidad Europea y llevarlo a ese continente, exponiéndolo como obra de arte. Sin mejores opciones, Sam acepta y toda su espalda será cubierta con la imagen de ese pasaporte. Y así el hombre consigue entrar a Europa como «producto» y no como persona, por lo que no tiene problema alguno. Al menos, al principio. Luego se irá dando cuenta que esa suerte de pacto que aceptó tiene algunos problemas, por no decir similitudes con la esclavitud.
El tema es fascinante y se asemeja en cierto punto a lo que planteaba el sueco Ruben Östlund en su premiada THE SQUARE. El hombre recibe mucho dinero y vive en hoteles de lujo pero debe pasar días enteros «en cueros» sentado en una banqueta de algún museo mientras todos los visitantes lo miran, le sacan fotos, selfies, algunos se ríen y otros hacen los comentarios más absurdos. Y si bien sabe que esa situación es mejor que la que tienen que soportar muchos refugiados, el hombre se va sintiendo cada vez peor, usado, abusado, sutilmente maltratado hasta por los guardias del museo. No ayuda mucho que extraña a su familia y que el marido de Abeer es muy celoso y le impide a ella siquiera hacer un Skype con él. Y menos aún que el artista decida subastarlo como una obra de arte más… al mejor postor.
La historia se basa en un caso real (el artista belga Wim Delvoye hizo algo similar con un hombre llamado Tim) y abre una serie de cuestiones que son fascinantes para el debate, ligadas al uso y la explotación del sufrimiento ajeno para el éxito personal, a las condiciones de vida de los refugiados (o víctimas de conflictos bélicos o situaciones de extrema pobreza), a lo que tienen que rebajarse para «salvarse» y a la transformación de la experiencia humana en «commodity», materia prima para el intercambio comercial disfrazado de artístico. Alrededor de Sam se mueven intereses contradictorios: la justicia, las asociaciones de refugiados, la comunidad artística y el propio protagonista que se debate en medio de su extraña e incómoda situación.
El problema del film es que es a veces bastante torpe a la hora de echar luz sobre estos conflictos. Los personajes pecan de estereotípicos (el snobismo de la comunidad artística parece de sketch de televisión), hay escenas humorísticas que raramente funcionan, los diálogos suelen ser demasiado obvios a la hora de plantear los conflictos que los personajes viven y el fuerte peso que el film le pone a la complicada historia de amor termina banalizando un poco la experiencia. De hecho, da la sensación de que si Sam y Abeer pudieran estar juntos el hombre no se haría mucho problema por el hecho de estar siendo exhibido durante horas, días y meses en un museo.
De todas maneras, pese a esa y otras flaquezas de la propuesta, lo que plantea EL HOMBRE QUE VENDIO SU PIEL es valioso y se aplica también al mercado cinematográfico, especialmente el ligado a los festivales y a quienes hacen películas en función de colocarlas allí. De ambos lados (los que filman y los que programan) muchas veces se explota el sufrimiento ajeno y se lleva a personas a desfilar y mostrarse en alfombras rojas de una manera que no es tan distinta a lo que hace Sam aquí. Y si esta problemática, enredada pero intrigante película tunecina sirve para repensar algunas de esas costumbres, tendrá su valor como «commodity» cinematográfica.
Película…¿tunecina?
Desde que el año pasado supe de esta película que compitió para los óscares me pregunté: ¿cuáles serán los criterios para adscribirle cierta nacionalidad (aparte del origen de quien la dirigió) a una cinta…y cómo es que Hollywood acepta o rechaza dichos criterios…