Series: crítica de «La ciudad es nuestra», de George Pelecanos & David Simon (HBO Max)
Esta miniserie de seis episodios de los creadores de «The Wire» y «The Deuce» se centra en un corrupto grupo de la policía de Baltimore que extorsionaba y robaba a los habitantes afroamericanos de la ciudad. Estrena el lunes 25 por HBO y HBO Max.
Si bien una y otra vez los creadores de la miniserie WE OWN THIS CITY, basada en el libro de no ficción homónimo escrito por el periodista Justin Fenton, se han encargado de repetir que no tiene nada que ver con THE WIRE, es inevitable al verla pensarla como una suerte de derivación, secuela, hasta spin-off de aquella mítica serie. Los motivos son obvios: transcurre en los mismos escenarios de Baltimore –entre despachos policiales y barrios peligrosos–, tiene a muchos actores que ya hemos visto en aquella serie de 2002 y se estructura como un complejo relato coral con decenas de personajes ligados a la misma temática de corrupción policial.
La diferencia más clara es que esta es una miniserie de seis episodios y que se basa en un caso real documentado en el libro de Fenton. Lo que se relata aquí –o, al menos, lo que funciona como eje principal de la historia– son las operaciones de un grupo de la policía de Baltimore llamado el GTTF (Gun Trace Task Force) que durante décadas se ocupó de abusar de su poder, básicamente, para robarle dinero a la gente, especialmente a los habitantes afroamericanos de los barrios bajos.
En una estructura que va y viene en el tiempo entre principios del 2000 y el 2017 en el que salió todo a la luz tras años de investigaciones internas –como en THE WIRE, aquí las escuchas juegan un rol clave–, la serie se divide en cuatro ejes importantes. Sus permanentes movimientos en el tiempo pueden parecer confusos en algún momento, pero en el fondo son secundarios. No se trata de una trama con un secreto a descubrir sino la descripción del funcionamiento de un sistema corrupto, con casos y ejemplos distribuidos a lo largo del tiempo.
El principal narra la historia de Wayne Jenkins (un muy intenso Jon Bernthal), quien es un recién llegado al GTTF allá por 2003 y que pronto se va erigiendo en su principal líder y el más convencido que eso de quedarse con importantes vueltos tras «operaciones policíacas» no solo no tenía nada de malo sino que casi era un derecho, especialmente en función de lo mal pago que estaba su trabajo. Y su grupo de oficiales lo siguió, un poco por presión, otro por miedo (Jenkins era ya un personaje legendario que atemorizaba a todos) y otro porque, bueno, tener otra entrada de dinero les resultaba más que interesante.
Ya en el 2017 están los miembros del FBI que investigan las denuncias de corrupción, liderados por Erika Jensen (Dagmara Dominczyk, de SUCCESSION). Es que a lo largo de los años fueron muchísimos los damnificados por este grupo que fueron presentando quejas por el trato policial, quejas que nunca prosperaban porque, queda claro de entrada, los integrantes de la fuerza se cuidan entre sí. Y al hacer tantas detenciones (falsas, pero números al fin) no solo los del GTTF no eran castigados sino que se los aplaudía y valoraba en las calles.
Un tercer eje que se mueve en paralelo (aunque un poco antes en el tiempo) tiene que ver con una investigación de la División de Derechos Civiles del Departamento de Justicia –conducida por Nicole Steele (Wunmi Mossaku)– que busca descubrir qué es lo que está sucediendo en la ciudad que tiene a tanta gente molesta e impotente. El cuarto, breve pero potente eje, cuenta la historia de Sean Suiter (Jamie Hector, el temible Marlo Stanfield de THE WIRE, casi irreconocible aquí), un muy serio, profesional y honesto policía de homicidios que estuvo conectado en el pasado con el grupo.
Los mecanismos del GTTF eran variados. Muchos empezaban deteniendo a alguien en un auto o por estar sentado en la calle, con cualquier excusa (a veces forzada e inventada). Acto seguido se plantaba alguna falsa evidencia de un supuesto crimen y eso les daba derecho de revisar cosas y quedarse con lo ajeno. Más grandes eran los operativos (y el vuelto) cuando tenían un dato de algún traficante, entraban a revisar sus casas o instalaciones y se quedaban en sus bolsillos con los dineros encontrados y con las drogas también para revender. Básicamente, una organización delictiva que patrullaba las calles de Baltimore como si fueran policías. Y lo peor es que lo eran.
WE OWN THIS CITY quizás no tenga la tensión y suspenso de THE WIRE porque está organizada más como una larga serie de flashbacks a partir de interrogatorios. Pero conocer algo del final de la historia (no todo, habrá varias sorpresas en el último episodio) no le quita peso al drama ni a la denuncia. A lo que Simon y Pelecanos apuntan es a una corrupción sistémica de la fuerza policial, justificada especialmente a partir de la llamada «guerra contra las drogas», instalada en los años ’70, que les dio a sus integrantes ciertos derechos y prerrogativas respecto a qué hacer con los «sospechosos» que van mucho más allá de lo normal.
Todos estos sucesos se conectan, además, con los abusos policiales que culminaron en el movimiento Black Lives Matter. La muerte de Freddy Gray, a manos de la policía de Baltimore, en 2015, se ubica justo en el medio de las actividades e investigaciones sobre la corrupción policial. Y no es casual. Parte del sistema delictivo de este grupo se apoyaba en la intimidación racial, a tal punto de que muchos preferían no denunciar lo que les hacían por miedo a potenciales represalias.
En sus seis compactos episodios siempre dirigidos por Reinaldo Marcus Green –el realizador de REY RICHARD, con Will Smith como el padre de las hermanas Williams–, WE OWN THIS CITY es un impactante muestrario de un sistema corrupto que puede tener sus «grupos de choque» más evidentes y notorios pero que involucra a mucha más gente. Y no solo a la fuerza policial, ya que los problemas vienen de mucho más arriba, de las propias instituciones de la ciudad, del estado y del país. Como en THE WIRE, Simon y compañía no ofrecen soluciones. Presentan un sistema que no es otra cosa que un agujero negro de corrupción y desidia. Y, más allá de la denuncia, no imaginan una salida posible que no sea radical.