Estrenos: crítica de «EAMI», de Paz Encina
El film se centra en una comunidad indígena –los Ayoreo Totobiegosode, que viven prácticamente sin contactarse con otros– que fue desplazada de su hábitat natural, en el Chaco paraguayo. Los viernes a las 20 en el MALBA.
Esta película fascinante, compleja, visualmente abrumadora y narrativamente poco menos que inexpugnable marca los cambios y la evolución de la carrera de la realizadora de HAMACA PARAGUAYA en los años que pasaron desde aquella opera prima hasta hoy. Mucho más experimental en su forma y subyugante en sus manejos de los espacios, los climas y los tonos tanto desde la imagen como desde el sonido, EAMI funciona más como una experiencia sensorial que como una narración dramática. Que la tiene, de todos modos, solo que la mejor manera de apreciarla es dejándose llevar por la visualmente bella abstracción de la propuesta.
Mezcla de ficción y documental, EAMI se centra en una comunidad indígena que fue desplazada de su hábitat natural, en el Chaco paraguayo. Los Ayoreo Totobiegosode viven prácticamente sin contactarse con otros, con usos y costumbres antiquísimas e historias que se van pasando de generación en generación. Aquí Eami es una niña que funciona como narradora (en off, como si las voces la atravesaran) de muchas de esas historias y tradiciones, ligadas a las creencias de su gente. Y así nos vamos enterando de la muerte y destrucción que los rodean.
Es cierto que por momentos se hace difícil entender bien esas historias –el lenguaje poético de las voces en off no es del todo fácil de interpretar y el personaje en un momento toma características de algún tipo de espíritu–, pero la película deja en claro cuáles son sus ejes centrales (salvar a su pueblo del mal que representa la «civilización», despedirse del lugar que habitaron) y hace que el espectador se concentre más en la puesta en escena, en las imágenes que captura, en las capas sonoras y en la manera en la que el tiempo va alterando los escenarios a través del uso del color.
En ese sentido, EAMI es más un intento de reconstruir la experiencia de vivir en una comunidad con creencias del tipo animistas, poniendo al espectador en contacto con la naturaleza en sus formas más misteriosas. Lejos de construir una estructura narrativa occidental para contar los problemas de la comunidad, Encina elige usar los modos de representación propios de los ayoreo para retratar cómo se vive allí, cuáles son sus historias, creencias y leyendas. El espectador puede perderse, es cierto, pero la propuesta estética y visual es coherente con la política. La solución a los problemas de la comunidad no solo pasa por tratar de no perder las tierras sino también por sostener su manera de mirar y entender el mundo.