Estrenos online: crítica de «Flux Gourmet», de Peter Strickland
La nueva película del realizador británico de «In Fabric» es una extravagante sátira acerca del mundo y los personajes del arte contemporáneo. Con Asa Butterfield y Ariane Labed.
Hay un punto en la carrera de muchos realizadores en el que se enamoran de su propio estilo, lo transforman en una suerte de nombre propio (hitchcockiano, lynchiano, almodovariano, elija usted el que guste) y pasa a ser en sí mismo el motivo predominante de sus films. Uno no va a ver sus películas particularmente interesado en su trama, su historia, sus personajes o argumento sino que va a ver lo que esa persona hace con eso, ver cómo esas «marcas de estilo» se conectan con lo que sea que la nueva película proponga. Esa auto-consciencia puede dar resultados fascinantes, perturbadores y mágicos, pero también algunos casos de «ombliguismo» extremo, en los que el realizador en cuestión cree que su mundo es tan fascinante que puede meterle cualquier cosa adentro y que de cualquier modo va a funcionar.
Algo de esto pasa con FLUX GOURMET. Si bien Peter Strickland no es un cineasta tan consagrado como los que cité antes, a lo largo de sus cuatro películas previas –entre las que se incluyen las notables THE DUKE OF BURGUNDY o BERBERIAN SOUND STUDIO— ha desarrollado marcas estilísticas propias muy claras, que comenzaron tomando referencias de estilos recónditos y específicos del cine de terror y suspenso europeo de los ’70 hasta finalmente dar con una suerte de marca propia, una que empieza a notarse más claramente en IN FABRIC, su último film hasta el momento, tan fascinante como arcano. Y FLUX GOURMET acaso sea la primera película en la que Strickland hace «cine de Strickland», una extravagante propuesta en la que es difícil encontrar conexiones más que con sus propias –táctiles, sonoras, psicosexuales– obsesiones.
La película narra el paso de un grupo artístico por una residencia creativa manejada por una millonaria, de esas a las que les gustan llamarse «patrona de las artes». Pero ni el grupo ni la patrona en cuestión son demasiado convencionales que digamos. Los premiados con la residencia conforman un grupo que aún no tiene nombre (una broma recurrente del film es la pelea por encontrarlo) pero que se dedica a un arte que, supongo, fue inventado para la película. Se dedican a hacer performances culinarias sonoras. ¿Qué es esto? Digamos que, a partir de comida (su propuesta es estrictamente vegetariana o eso dicen) y dispositivos tecnológicos de sonido (ecos, delays, reverbs y el controvertido flanger) se presentan en vivo con la líder del grupo usualmente bañándose en algún tipo de extraña mezcla alimenticia mientras los otros dos miembros sonorizan todo (con la ayuda además de licuadoras, procesadoras y otros sonoros artefactos de cocina) como si fueran músicos de una banda avant-garde electrónica.
La extrañeza de la propuesta se completa con un «after party» que consiste en que, si al público le gustó la actuación, puede presentarse a una orgía con los artistas. Más que nada, con la líder, una tal Elle (Fatma Mohamed, que actúa en varios films del realizador británico), una excéntrica artista de indeterminado acento centroeuropeo (a Strickland le fascina que la gente se exprese en un estilizado inglés con acento «peculiar») que es bastante pedante y maltratadora. El resto del grupo lo integran Billy Rubin (Asa Butterfield, el chico de HUGO y, más cerca en el tiempo, el protagonista de SEX EDUCATION) y Lámina Propria (la actriz franco-griega Ariane Labed, que luce aquí como la hermana mayor de Kristen Stewart), ambos dedicados a la parte más «musical» del show y con sus propios asuntos personales y líos con la líder.
La residencia en sí tiene a otros dos personajes igualmente centrales. Por un lado, la «patrona» en cuestión, una tal Jan Stevens (interpretada por la actriz de GAME OF THRONES Gwendoline Christie con un look que envidiaría el David Bowie más rimbombante) que empieza a tener problemas con la tozudez de Elle a la hora de aceptar sus ideas y sugerencias para su «Sonic Culinary Experience». Y, especialmente, un tal Stones (el actor griego Makis Papadimitriou), lo más parecido a una persona convencional allí adentro y, de alguna manera, el que conduce el relato desde su lugar de observador. El es un periodista que vive en la casa y se dedica a documentar (convivir, entrevistar, observar) lo que hace cada grupo que llega a esa residencia. El hombre, sin embargo, tiene un inconveniente serio: un indeterminado y preocupante problema intestinal que le hace tener muchísimos gases y estar pendiente todo el tiempo de contenerlos. Como si esto fuera poco, hay un grupo que no fue elegido para la residencia que los ataca, mediante actos «artístico/terroristas», desde afuera de la casa.
Todo esto suena absurdo y lo es, claro que lo es. Pero Strickland también lo sabe y FLUX GOURMET funciona todo el tiempo al borde de la sátira. Es una película que apuesta –en partes, al menos– a la comedia, un poco para burlarse de este universo de la experimentación artística y sus extravagantes personajes. Elige un arte imposible y ridículo, lo llena de criaturas curiosas, las hace hablar como si leyeran textos académicos en sus conversaciones cotidianas y en el medio les pone un señor un tanto obeso que trata todo el tiempo de no tirarse pedos. Es obvio que todo hay que observarlo a partir de cierta distancia.
Pero de algún modo –y eso es lo que demuestra el talento de Strickland más allá de que, creo, este experimento es algo fallido–, todo eso en algún momento cobra sentido, uno empieza a conectar con los problemas, miedos y sufrimientos de algunos de esos personajes, y la propia película logra colar algunas discusiones interesantes (sobre el machismo en la cocina, la misoginia y la violencia de género, el rol «curativo» del arte performático) que van más allá de la banal parodia del hipster de turno. El problema de un film como FLUX GOURMET es que Strickland se deja llevar demasiado por «la broma» en sí, manteniendo hasta último momento ciertos chistes un poco tontos que son más propios de un Terry Gilliam que de un cineasta de su estatura.
Uno puede encontrar (por la locación, el tema y la elección de ciertos actores) algunas similitud entre esta propuesta de Strickland y el nuevo cine griego de autores como Yorgos Lanthimos y Athina Rachel Tsangari, cuyas cerradas y extravagantes propuestas (cualquiera que haya visto ALPS, ATTENBERG o THE LOBSTER sabe a qué me refiero) suelen incluir universos un tanto impenetrables llenos de raras costumbres y estrambóticos personajes. Hay también un claro homenaje a LES VAMPIRES, de Louis Feuillade (o a IRMA VEP, de Olivier Assayas, quién sabe). Pero esas referencias no alcanzan del todo para acercarse al estilo espeso y un tanto camp que tiene el film. Y es allí donde la película no puede ser definible de otra manera que no sea «de Strickland».
Una curiosidad, acaso, para los que vean esta película ahora, pasa por ciertas similitudes que tiene con CRIMES OF THE FUTURE, de David Cronenberg, otro realizador que muchas veces juega en el límite con el auto-homenaje (o la auto-parodia). Si bien FLUX GOURMET se estrenó originalmente antes que la del canadiense (en febrero, en la Berlinale) ambas hablan y trabajan sobre temas relativamente similares: el dolor transformado en arte performático, el cuerpo expuesto para consumo «cultural» y todo en un mundo encerrado en sí mismo que no parece tener casi conexión con el real. Pero Cronenberg se toma muy en serio su propuesta y llega hasta las últimas consecuencias con ella. Strickland, en cambio, no abandona el guiño de ojo hasta el último plano. Sus «artistas» son personas sufrientes, de eso no hay duda, pero nunca dejan del todo de ser una broma de sí mismos.