Viennale 2022: crítica de «No Bears», de Jafar Panahi
En un pueblo iraní cercano a la frontera con Turquía, un director filma una película a la distancia y, sin quererlo, se mete en problemas con los pobladores locales. La película, premiada en el Festival de Venecia, se exhibe en la Viennale y se verá en Mar del Plata.
Si el cine metaficcional iraní ya presentaba una complejidad única desde bastante antes de los tiempos de Abbas Kiarostami, la particular situación «procesal» de Jafar Panahi la eleva un par de grados más. No solo dentro del rizomático edificio de muñecas rusas (o iraníes, habrá que decirles) sino en lo que respecta a una implicación personal, directa y hasta trágica. Son ficciones que derivan en otras ficciones y luego en otras acercándose cada vez más a algo genuinamente documental. Nada es verdadero, pero todo es real. O viceversa.
La primera escena de NO BEARS es clásica de esta perspectiva. Todo comienza con una pareja, Zara y Bakhtiar, que están tratando de escapar de Irán para irse a Europa. El ha conseguido un pasaporte francés robado para ella y le dice que se vaya, que él conseguirá uno luego para él y hará lo propio más adelante. Ella no quiere, discuten, se escucha «Corte», aparece un asistente mirando a cámara y una voz que suena reconocible y que trata de explicar qué salió mal en la escena. Todo sería prototípicamente iraní, pero hay una excepción importante: la película se está filmando en Turquía y el director, que es el propio Panahi, no está presente en el rodaje sino que conduce el asunto desde el monitor de una computadora en un pequeño pueblo cerca de la frontera pero en su país, del que no podía salir entonces (por prisión domiciliaria y/o prohibiciones para filmar) y menos puede ahora, ya que fue directamente preso.
La película ahí no solo saltará una capa ficcional sino que se mudará, literalmente, del lugar de la primera ficción a la de la segunda, la que protagoniza el propio realizador. El hombre necesita una buena conexión wifi para poder seguir dirigiendo su película, algo que no es nada fácil –pese a lo prometido– en el pueblo en el que está. Y el que se ofrece a ayudarlo subiendo a los techos es su «anfitrión», un tal Ghanbar, que hace lo posible por reconectarlo. De todos modos, le hace una advertencia que será importante ahí y también luego, cuando Panahi salga por el pueblo y se ponga a sacar fotos: ahí la gente es muy desconfiada y puede sospechar que el hombre los está espiando. Y cuando el propio Ghanbar use la cámara no hará más que meterlo, inadvertidamente, en problemas.
Es que es un pueblo muy cercano a la frontera en el que la tentación a la fuga está ahí nomás. De eso, de hecho, viene el título de la película: una historia local dice que alrededor del pueblo hay osos peligrosos que pueden atacar a los que intenten escaparse. No hay osos en NO BEARS pero sí la idea de transformar el control político en una leyenda casi folclórica. En el pueblo, es cierto, la gente es desconfiada pero también amable, y así reaparece otro modelo de las últimas películas del realizador, que es la relación que este hombre moderno y urbano establece con pobladores de localidades más campesinas y tradicionales.
Panahi se va topando con situaciones y personajes en ese pueblo que terminan, sin quererlo, metiéndolo en problemas con los «líderes» del lugar. A través de su cámara, sin querer, parece haber quedado de algún modo involucrado en un triángulo amoroso y es así que el realizador pasa de ser un amable citadino al que darle de comer y saludar con respeto a convertirse en un alguien a quien se mira raro y que está metiéndose en cosas que no debería. A veces, las dos cosas suceden al mismo tiempo.
NO BEARS –que ganó el Premio del Jurado del Festival de Venecia– va y viene entre la situación de «Panahi» en el pueblo y el rodaje de la película que él está haciendo con la pareja de los pasaportes, una que se basa en el escape real de esa pareja (de vuelta, son todos diferentes niveles de ficción). Y más allá de las simpáticas y curiosas circunstancias que por momento vive, NO BEARS va incluyendo un costado cada vez más opresivo, hasta trágico. La película que él filma se choca con cuestiones de la realidad que son insoslayables, mientras que su vida en el pueblo también va de lo folclórico y simpático a algo bastante más denso y violento.
De las más complejas de sus películas de esta última parte de su filmografía, NO BEARS deja entrever en su tono la creciente densidad y gravedad de la situación que se vive en Irán. Esa imposibilidad de escapar, ese mirar sospechosamente al otro y sentirse observado, la manera en la que los poderosos usan las tradiciones para mantener atada a su gente están muy presentes aquí. Y Panahi le agrega una capa inteligente a todo eso, una que puede ser leída como una autocrítica a su propio trabajo, a la idea de que se puede hacer ficción con las (reales) desgracias ajenas, modificándolas por necesidad dramática o alterando las vidas de las personas solo por el hecho de capturarlas con su cámara.
Mientras Panahi filma y, al menos al momento de rodarse esta película, contaba con ciertas comodidades, otros habitantes sufrían de manera más cruenta esas restricciones. Hoy en día quizás no sea tan así y esa diferencia que siempre se siente notoria entre el mundo del director y el de los pueblerinos que habitan en las aldeas que visita hoy quizás haya desaparecido casi por completo. No habrá osos literales impidiendo a la gente salir del «pueblo» pero hay cosas que se le parecen. Y que afectan a todos por igual.