Series: crítica de «I Hate Suzie Too», de Lucy Prebble y Billie Piper

Series: crítica de «I Hate Suzie Too», de Lucy Prebble y Billie Piper

En la segunda y breve temporada de esta serie británica, la protagonista participa en un reality show de baile durante el cual sus problemas personales y familiares se van acumulando. En HBO Max.

A aquellos que prefieran que sus comedias sean negras, tan negras que raramente se sientan como comedias sino más bien como una mezcla de dramas psicológicos y películas de terror, les recomiendo ver I HATE SUZIE TOO: será su próxima serie favorita. Un trip salvaje, inusual, tan conmovedor como divertido, tan bestial como pasado de rosca, la serie de Billie Piper (guionista y protagonista) y Lucy Prebble es un viaje al infierno emocional y psicológico de su protagonista, una actriz que intenta de las maneras menos recomendadas por los manuales de la fama, recomponer su vida y su carrera. Tiene a casi todos en contra y ella misma cae en las trampas que el sistema le mete. Y nada parece ayudarla a salir de allí.

La segunda temporada de la serie británica (I HATE SUZIE se llama la original, aquí está la crítica, y es recomendable verla antes de meterse en esta) tiene una ingeniosa estructura y formato. A diferencia de la primera, que estaba organizada a partir de más convencionales ocho episodios de una media hora cada uno, la segunda parte tiene solo tres y más largos (casi 45 minutos promedio), formato que resulta más lógico y consistente para una temporada que consiste en un solo bloque temporal delimitado y un viaje psicológico continuo. Dicho de otro modo, bien podría haber sido una película, ya que todo funciona dentro de los parámetros narrativos más propios del cine.

La primera temporada (SPOILER ALERT) termina con Suzie, una actriz en decadencia que termina divorciándose de su marido después que él (y el mundo entero) descubren unos videos eróticos suyos con otro hombre subidos a internet, descubriendo que está embarazada. La segunda arranca como si fuera un musical: Suzie baila y ensaya (la serie va y viene entre los segmentos, dando a entender de entrada su confuso estado mental) un número musical enérgico en un programa de TV de competencias de bailes llamado «Dance Crazee«. Tras su esfuerzo y desgaste descubre que el público le pone una mala calificación y queda eliminada. Pero ese es el menor de sus problemas.

Su ex marido Cob (Daniel Ings), decidido a hacerle la vida imposible, ha dado una entrevista a un medio en la que la dejó muy mal parada, algo que ella y su nuevo equipo de agentes de publicidad, no pueden evitar ni saben cómo contener. Y esa guerra de divorcio y por la tenencia del pequeño (durante la inminente Navidad pero también a futuro) se vuelve central en el devenir psicológico de Suzie. Pero no solo eso. En brutales escenas de un flashback la serie nos muestra, sin muchos tapujos ni tabúes, cómo la mujer resolvió ese incómodo embarazo con el que terminó la temporada anterior. Ahora está sin programa de TV, sin demasiados ingresos, sin casa propia (vive con su hermana o en un hotel que le pone el canal) con dificultades para ver a su hijo Frank, pagando abogados y agentes carísimos, sin contacto con su mejor amiga y ex agente Naomi (Leila Farzad) y, como diría Almodóvar, al borde de un ataque de nervios.

Los tres episodios de la serie funcionan como esa caída desde el borde hacia el mismísimo abismo, al ataque de pánico puro y duro y quizás hasta más que eso. Algunas cosas le salen bien: en el programa deciden reincorporarla ante la salida de otra participante y durante algún tiempo las cosas parecen funcionar allí. Sus colegas parecen amables (uno de ellos es un anterior marido de Suzie, una simpática estrella de rock en decadencia), en el show la tratan más o menos bien y, con la ayuda de sus agentes, trata de construir una «narrativa» que le permita volver a ser querida por el público y hasta bien vista por los suyos, que dudan de su estado psicológico. Pero lo que más difícil le resulta es la batalla con su ex, dispuesto a hacerle la vida imposible a tal punto que exige un test de drogas para que pueda ver a su hijo. Y convengamos que Suzie, bueno, ya imaginan…

A lo largo de tres episodios que, pese a momentos muy graciosos, se van volviendo cada vez más oscuros y hasta desgarradores, seguimos la vida de Suzie en medio de ese reality show de baile, un juego de espejos entre la vida real y la «armada» de las celebridades que funciona a la perfección, mostrando como esas preparadas narraciones públicas (las ensayadas historias personales, los clips familiares y con amigos, esas grabadas historias de vida tan caras al formato de los realities) se chocan con lo que sucede en la vida real. Al menos acá, es un combate no solo entre lo público y lo privado sino entre lo que ella quiere ser y lo que es.

I HATE SUZIE TOO, como sucedía en la primera temporada, por momentos se desborda. Es tan acrobático y furibundo su modelo narrativo (por momentos me hacía acordar a EL CISNE NEGRO, la película de Darren Aronofsky con Natalie Portman, pero en versión trash), con sus largos planos secuencias y sus personajes siempre al borde de chocarse contra las cámaras, que a veces puede volverse agotadora. Pero si uno se compenetra con la protagonista, una mujer encerrada en un laberinto kafkiano que no parece tener salida, es imposible quitarle los ojos de encima.

Suzie puede ser una víctima, pero no actúa ni funciona como tal. No busca nuestra piedad sino que entendamos que las circunstancias que atraviesa son las que la hacen tomar decisiones muchas veces equivocadas. Cuando el mundo que la rodea (en su caso, el choque entre la vida personal/familiar y el caos mediático) la pone contra las cuerdas, lo más probable es que ella quiera salir de allí a las patadas, haciendo lo que sea para sobrevivir. Y esa es la angustiante tragicomedia de Suzie: cuanto más la pelea, más la embarra; cuanto más se enoja, peor le va. Y cuando la presión sea tan fuerte que finalmente se quiebre, quizás ya no haya forma de volver atrás.