Estrenos: crítica de «Babylon», de Damien Chazelle
A partir de las experiencias de una joven actriz, un experimentado actor y un aspirante a ejecutivo, la película describe el mundo de Hollywood en la época de la transición entre el cine mudo y el sonoro. Con Brad Pitt, Margot Robbie y Diego Calva.
Una teoría: las cuarentenas ligadas a la pandemia llevaron a muchos realizadores a revaluar sus vidas y/o su relación con el cine. No se podía atravesar esa experiencia sin hacer algún tipo de reflexión de esas que se suponen profundas, las que van por el lado de preguntarse qué ha hecho uno con su vida (personal, profesional) y cómo reflejar eso en sus obras. Y no se podía salir de esa situación con una película, digamos, «normal». Había que hacer algún tipo de declaración, de statement, de confesión privada o manifiesto público. ¿Sobre qué? Bueno, sobre el hecho de estar vivos sobre la Tierra y dedicarla a hacer películas.
Ese año de incertidumbre generó también que las productoras y plataformas, deseosas de volver a contar con material, apoyara proyectos ambiciosos y desmedidos, de esas historias personales que usualmente dejan de lado para centrarse en más y más superhéroes y derivados de diversas franquicias. Las secuelas se siguieron haciendo (de estas superproducciones de autor ya se están arrepintiendo), pero en lo que va del año hemos sido testigos, en algunos casos admiradores y en otros víctimas, de películas como LOS FABELMAN, de Steven Spielberg; IMPERIO DE LA LUZ, de Sam Mendes; AMSTERDAM, de David O. Russell, RUIDO BLANCO, de Noah Baumbach; BARDO, de Alejandro González Iñárritu, y ARMAGGEDON TIME, de James Gray, entre otros proyectos muy personales, algunos de los cuales cuentan como memoirs, otros como proyectos personales o complicados de filmar y, en otros casos, reflexiones sobre el cine.
BABYLON, de Damien Chazelle, entra en una de estas categorías fellinianas que van de las que se acercan más a la línea LA DOCE VITA u OCHO Y MEDIO a las que están más ligadas a AMARCORD o a ROMA. Así como el realizador italiano tenía a Cinecittà entre ceja y ceja en buena parte de sus películas –o a la industria del cine, sus personajes y vericuetos en general–, Chazelle aquí se lanza a construir su propia versión del Hollywood de antaño, un intento muy personal de representar la época del paso del cine mudo al sonoro como una especie de caótico, fascinante y decadente circo en el que desfilaban personajes insólitos y desmedidos. ¿Es un homenaje a la época? No queda muy claro. Más allá de una extraña coda nostálgica, da la impresión por su forma de tratarla que es más bien una rimbombante sátira acerca de sus personajes absurdos y sus desmadres más colosales. Y que, quizás, en el fondo, no sea otra cosa que una exploración personal de alguien que duda y se pregunta todo el tiempo qué es lo que está haciendo ahí…
El problema es la forma. BABYLON es una película grandilocuente, irritante, fastidiosa, de una energía maníaca y desbordante que la vuelve prácticamente insoportable. No tanto como BARDO pero corre por la misma avenida, se presta a la misma cocainómana autoparodia. Un film banal, adolescente y bastante bobo sobre las vidas de un grupo de personajes que se cruzan en el Hollywood de la época del cine mudo sin sospechar que pronto las cosas irían a cambiar allí. Si CANTANDO SOBRE LA LLUVIA –película doblemente citada aquí– recuperaba esa época en tono de comedia, lo que Chazelle intenta comunicar es que, 20-25 años antes de que uno pudiera reírse de esas experiencias, las personas que lo vivieron lo atravesaron de otro modo. Como drama, como tragedia y, más que nada, como permanente descontrol.
El realizador de WHIPLASH y LA LA LAND es un especialista en filmar con signos de puntuación. Dicho de otro modo: sus escenas están siempre enmarcadas en excesos de puesta en escena y de tono. Nada «sucede» en ellas. O todo es supuestamente muy divertido y loco, o sino deprimente y violento. BABYLON avanza de un modo llamémoslo maníaco-depresivo. Es una hora y media de aluvión zoológico seguido por otra de bajón infinito. No hay nada en el medio: ni personajes complejos, ni diálogos realmente interesantes (salvo uno, dado por un personaje secundario), ni un contexto que exceda al hecho concreto que se narra aquí. Hay gestos grandilocuentes, música omnipresente (del mismo compositor de LA LA LAND, que parece autocitarse todo el tiempo), un mal gusto a prueba de todo y ningún intento por profundizar nada. Es una caricatura del Correcaminos disfrazada de película de arte. Con la diferencia que aquí, en un momento, el Correcaminos se lastima en serio y le cuesta 90 minutos levantarse.
La parte maníaca de BABYLON (la primera escena con dos personajes teniendo un diálogo sin gritar sucede a los 70 minutos de película) se organiza como dos grandes bloques, dos secuencias extendidas. La primera media hora es una bacanal, una mezcla de fiesta desaforada, orgía masiva, descontrol pasado de rosca y otros ingredientes que podrían haber sido parte de la época, en una mirada claramente inspirada en las historias del libro HOLLYWOOD BABILONIA, de Kenneth Anger. En medio del desmadre que tiene lugar en la casa de un famoso productor en la que está Roscoe «Fatty» Arbuckle, cometiendo el supuesto delito que acabó con la vida de una mujer y arruinó su carrera, chimenteras de la época inspiradas en Louella Parsons (Jean Smart), todo el mundillo del cine consumiendo drogas y alcohol como si no hubiera un mañana y hasta animales salvajes a los que se les da por defecar sobre la gente, aparecen nuestros personajes.
El narrador, el que se hace cargo del punto de vista de la historia, es uno de los personajes más «normales» dentro de esa locura, el que funciona como el representante del espectador dentro de ese, ejem, bardo. Es un tal Manny Torres (Diego Calva), un joven de familia mexicana que trabaja a las órdenes del productor que organiza la fiesta. Esforzado, trabajador y cumplidor –más allá de que las cosas que se le piden no sean del todo… legales–, Manny va creciendo dentro de la industria hasta empezar a trabajar detrás de cámaras, como asistente primero de estrellas y luego ya en roles de productor y ejecutivo. Pero tiene un «talón de Aquiles»: se enamora de Nellie LaRoy (Margot Robbie), una chica joven y sexy que aparece sin invitación en la fiesta, él la ayuda a entrar y él queda embobado de por vida.
Nellie se sabe estrella antes de serlo. Bebe alocadamente, baila como si estuviera poseída, es atractiva, parece segura de sí misma, se impone sobre los otros y, cuando la casualidad la lleva a terminar actuando en una película, demuestra su capacidad para llorar al instante y brillar en la pantalla. En el cine mudo la única verdad era ser amado por la cámara. Actuar, al menos de la manera que hoy pensamos ese término, era secundario. Si tu rostro brillaba capturado en celuloide, todo lo demás se resolvía. Y ella tenía ese don y con ese don iba avanzando. A los tumbos, claro, porque por diferentes motivos que la película irá explorando, su propia personalidad y circunstancias la llevaban a dar un paso adelante y luego dos para atrás.
El otro protagonista es Brad Pitt. Bah, un tal Jack Conrad, pero en algún punto es Pitt haciendo una parodia de sí mismo. Conrad es una megaestrella del cine mudo, una a quien todos aman y que no hace más que acumular ex esposas (al casarse con ellas ya sabe que no durarán demasiado), affaires amorosos con mujeres casadas y, sobre todo, la gama completa de todos los productos alcohólicos disponibles en el mercado. Ni a él ni a Nellie el desmadre parecen afectarlos demasiado cuando, al otro día de alguna bacanal, se las arreglan para presentarse en el set de filmación. Con lo que no podrán lidiar tan fácilmente será con la llegada del sonido.
La segunda media hora muestra lo que sería un día de rodaje en una locación desértica de Los Angeles (en ese entonces la ciudad era mucho más pequeña y el desierto estaba a la vuelta de la esquina), que es un poco como la fiesta de la noche anterior solo que a la luz del día. Hay directores excéntricos (Spike Jonze encarna a una versión de los realizadores europeos como Von Sternberg, Lang, Lubitsch o Murnau que habían aterrizado en Hollywood) y otros un tanto más serios, como Ruth Adler (Olivia Hamilton), claramente inspirada en Dorothy Arzner. Mientras tratan de apurarse por la caída del sol, pretenden hacer llorar en tiempo y forma a sus actores o tratan de disimular la borrachera de algunos, la rueda de la producción de Hollywood sigue girando. Después estarán los que hacen carteles de intertítulos (como la diva asiática Lady Fay Zhu, cantante de noche y editora de día) que arreglarán un poco todo creando una historia a partir de esos textos.
La aparición del sonido complica todo. Y ahí la película empieza a entrar en una espiral decadente en la que los protagonistas irán haciendo más o menos lo mismo que antes solo que no tanto desde el disfrute sino más bien desde la desesperación. No es lo mismo un borracho simpático como el Conrad de su etapa exitosa que el más patético que viene después. Y, en el caso de Nellie, tampoco es lo mismo una starlet pizpireta bebiendo una copa de champagne (o teniendo problemas en su primera escena sonora) que una estrella alcohólica que ya no rinde en la taquilla y todos empiezan a criticar públicamente. El caso de Manny es distinto. A él lo único que lo define es su devoción por Nellie. Fuera de eso la película lo deja en la categoría bienpensante de «un buen inmigrante trabajador» que se va metiendo en líos por culpa de los otros.
Habrá más personajes, algunos con extrañas costumbres y personalidades, y otros que atraviesan situaciones difíciles: un trompetista de jazz negro (sin jazz no hay película de Chazelle, su frenético ritmo de los años ’20 marca el tempo de BABYLON) la pasa mal a causa del racismo imperante, una serie de extravagantes mafiosos y ejecutivos (por ahí aparecen un pasado de rosca Tobey Maguire, un irreconocible Lukas Haas y Jeff Garlin con un look muy Harvey Weinstein) ponen en problemas a nuestros protagonistas y a ellos los acompaña un completo circo de personajes cuya única personalidad es su aspecto o su nivel de desnudez en los planos que le tocan en suerte.
Una película que pone cuarta marcha de entrada y no frena casi nunca –cuando lo hace baja la velocidad bruscamente a cero para arrancar con todo al rato de vuelta–, BABYLON no tiene mucho para ofrecer más que ver a dos de los actores más carismáticos del cine tratando de sostener un poco el hilo de este barrilete cinematográfico al que el viento se lleva todo el tiempo. No lo logran, claro, y si uno piensa que hace unos años ellos mismos interpretaban a personajes del mundo del cine en la excelente HABIA UNA VEZ EN HOLLYWOOD lo más probable es que a uno se le caiga un lagrimón. La diferencia entre la película de Tarantino y la de Chazelle –dos miradas a su manera revisionistas sobre la industria del cine– es sencillamente abismal. En aquella hay verdadero amor por el cine y su mundo. En esta hay ruido, furia y tres horas que no significan nada.
¿Tanto cuesta decir «china» sin que ello conlleve (ni deba tener) un halo despectivo? ¡Por favor! ¿No deberá llamar también «asiatico» a toda presencia india, árabe o afgana que se presente acaso?
Sepa escoger las atinadas palabras, ¿puede usted?