Estrenos: crítica de «Los Fabelman», de Steven Spielberg
Esta película autobiográfica del realizador de «Tiburón» y «E.T.» se centra en su etapa formativa, desde la niñez hasta el final de su adolescencia, atravesando una complicada historia familiar. Con Michelle Williams, Paul Dano, Seth Rogen y Gabriel LaBelle. En cines.
La vida de Steven Spielberg ha sido siempre tenida en cuenta y analizada en función de su obra. Cualquiera que haya escrito, leído o pensado sobre sus películas, en algún momento se habrá topado con aspectos de su historia de vida y cómo eso informaba su cine: el divorcio de sus padres, su difícil relación con su analítico padre y la mejor que tuvo con su más afectuosa madre, las mudanzas por varios lugares de los Estados Unidos, las veces que tuvo que lidiar con el antisemitismo, su pasión por el cine desde pequeño y su forma de conectarse con los demás haciendo películas. Casi todos sus films pueden encuadrarse dentro de estos temas, ya que cada uno de ellos aparece allí casi como si fueran parte de una larga terapia cinematográfica que lleva ya 50 años. Hagan la prueba. Piensen en cualquiera, de ENCUENTROS CERCANOS DEL TERCER TIPO hasta LA TERMINAL o LA GUERRA DE LOS MUNDOS. Habrá excepciones, seguro, pero aún en las más «comerciales» y supuestamente impersonales, los temas están ahí.
El ejemplo más obvio está en la relación con su padre. Durante mucho tiempo, el realizador tuvo una difícil relación con él –si no saben el motivo esperen a ver LOS FABELMAN para enterarse–, pero eso cambió a partir de un momento en el que se enteró de ciertas cosas de la vida de sus padres que no sabía, algo que alteró su manera de entender la historia y de conectar con él. A partir de eso (promediando los años ’90), los «padres» del cine de Spielberg cambiaron bastante. Dejaron de ser esas personas ausentes, ensimismadas en su trabajo y desentendidas de sus hijos para volverse más nobles, humanos y, a su manera, queribles.
En LOS FABELMAN Spielberg no anda con vueltas. No hay metáforas, no hay alter-egos, no hay ideas sueltas para el análisis de otros (les recomiendo, si entienden inglés, este breve momento de una entrevista que le hicieron para la TV) o para la comprensión a posteriori. Se trata de una memoir en la que hay algunos cambios mínimos –de nombres, de algunos hechos concretos– pero que funciona como una autobiografía que abarca desde su infancia hasta que entró al mundo del cine. En realidad, al cine entra ya en la primera escena. Es ahí, al ver EL ESPECTACULO MAS GRANDE DEL MUNDO, de Cecil B. DeMille, que las imágenes que ve en esa enorme pantalla capturan al pequeño Sammy (a esa edad interpretado por Mateo Zoryan) con toda su magia y su terror. Es su primera película en el cine y la que motivará muchas de sus acciones durante el resto de la historia.
Son sus padres, Burt (Paul Dano) y Mitzi (Michelle Williams), los que lo llevan a verla, allá por 1952. Burt es un ingeniero que se especializará en el entonces incipiente campo de la informática y que le explica qué es el cine de una manera técnica, hablándole del concepto de la «persistencia de la visión» que permite que muchas fotografías vistas a gran velocidad den la imagen de movimiento. Su madre, concertista de piano, prefiere ir por un lado más poético. «Las películas son sueños que nunca te olvidás», le dice. En medio de ese balance conceptual, está el pequeño Sammy, que desarrolla su costado artístico sin dejar nunca de lado su interés por el lado mecánico y técnico, alguien que piensa en paralelo en como autor pero también como entertainer.
Rápidamente el chico empezará a hacer sus propias películas, intentando «controlar el mundo», como dice su madre, al repetir una y otra vez la escena en la que un tren choca violentamente y descarrila en la película de DeMille. Para «sellar» esa memoria, o superar esa pesadilla, es que el pequeño Fabelman la filma con una cámara Super 8 de su padre. De ahí en adelante –salvo por una etapa específica–, las cámaras casi no se alejarán de sus manos. Las tendrá para hacer películas con sus amigos, para filmar paseos, salidas familiares y hasta mudanzas, y para usar como una suerte de poética «arma» cuando la necesite ante algunos problemas personales.
Si la película se divide en tres grandes bloques el segundo será el de la lenta disolución familiar. Tras su infancia vivida en New Jersey, la familia se muda a Arizona por un cambio de trabajo de su padre. Y allí todo parece bien encaminado. Sammy (interpretado en su adolescencia por el muy carismático Gabriel LaBelle) tiene además tres hermanas menores, a las que filma en graciosos cortos familiares, y siempre con ellos está el Tío Bennie (Seth Rogen), colega y mejor amigo de su padre, que se lleva también muy bien con Mitzi. El mundo del cine y el familiar terminarán uniéndose de una manera casual pero muy reveladora, cuando Sammy descubra algunas cosas relacionadas con la vida de sus padres a partir de filmarlas sin darse cuenta. De allí en adelante todo pegará un fuerte vuelco en la vida de los Fabelman. O, al menos, se hará ostensible que hay cosas que no funcionan bien y que la separación es, sino inevitable, una fuerte posibilidad.
El tercer bloque y eje está ligado a su relación con el antisemitismo, a partir de sus experiencias en la escuela secundaria de la ciudad del Norte de California a la que vuelven a mudarse por el trabajo de Burt. Allí, Sam (ya no quiere que lo llamen Sammy) lidia con el bullying escolar y con algunas peculiares situaciones que le toca vivir tanto con los brutales chicos como con las más comprensivas chicas con los que estudia y se relaciona. Aquí también el cine tendrá un papel preponderante, ya que volverá a ser una suerte de arma que le permitirá, no sin dificultades y resultados un tanto ambiguos, lidiar con los problemas que allí se le presentan.
LOS FABELMAN va entrelazando momentos, viñetas y etapas en la vida de Steven (perdón, de Sam) que casi siempre están conectadas, de una u otra manera, con su amor por el cine. Salvo por una escena, extraordinaria, sobre el final, la película no es particularmente cinéfila en un sentido típico; casi no hay en ella menciones de directores o films específicos. Spielberg presenta aquí su relación con el cine de un modo, si se quiere, más psicológico, analizando qué rol cumple el acto de filmar en su vida, cómo le sirve para conectarse y desconectarse de los demás (hay un momento familiar muy dramático que el protagonista ve, un tanto separado del resto, como si fuera una película), para «controlar» un mundo caótico que lo rodea, para transformar la realidad cuando no le gusta o, de modo opuesto, para descubrir a su pesar que esa realidad se le cuela en el celuloide cuando no la espera ni la desea.
Esa dualidad entre el artista que se anima a hablar de los momentos más complejos de su historia y el entertainer que trata de hacer un cine accesible y universal está en el corazón formal de LOS FABELMAN. Es una película que, pese a retratar varios momentos duros y diversas crisis familiares y personales (entre sus padres, entre él y sus compañeros de escuela, entre él y sus padres), tiene un tono llamativamente amable, casi de novela de iniciación de adolescente judío (recuerda por momentos a las películas de época de Woody Allen tipo DIAS DE RADIO), con personajes y costumbres prototípicos de la colectividad (abuelas, tíos, discusiones familiares jugadas en tono de comedia, celebraciones festivas) y un cierto regusto nostálgico. Una relación que tiene con una chica en la escuela también está jugada en tono de muy graciosa comedia, aún cuando está en medio de algunos de los momentos más complicados de la vida del protagonista.
Ese formato de «cuentito» puede desacomodar, de entrada, a los espectadores que esperen ver algo más obviamente brutal y desgarrador en función de los temas que la película trata. Pero eso está presente de manera muy directa en el modo en el que su madre se va desarmando psicológicamente (la actuación de Williams es excelente), en cómo su padre muy de a poco va comprendiendo que no todo en la vida puede ser entendido o explicado racionalmente (Dano se luce en un papel muy complejo por la distancia emocional del personaje) y en el propio Sam, que va entendiendo que tendrá que lidiar con ese choque de planetas y de maneras de pensar y sentir el mundo a lo largo de toda su vida. Que los dos son parte de él.
Se lo dice, de hecho, su excéntrico tío Boris (Judd Hirsch) en la secuencia en la que aparece en la vida de la familia y se roba el protagonismo. «El arte te dará coronas en el cielo y laureles en la tierra, pero también te arrancará el corazón y te dejará solo», le dice a los gritos este hombre entre gruñón y querible quien dejó a la familia para trabajar en el circo, mientras representa con cada uno de sus brazos a esas fuerzas que lo tironean: la pasión por el cine y el amor por su familia. «Amás a esa gente, ¿no? A tus hermanas, tu mamá, tu papá. Pero creo que amás al cine un poco más», le dice y lo mira, cómplice. Aprender a manejar esa supuesta contradicción puede llevar toda una vida. Probablemente sea más difícil que aprender cómo poner la cámara para filmar el horizonte.
Lynch está genial.