Estrenos: crítica de «John Wick 4», de Chad Stahelski
La nueva secuela de la saga del asesino retirado que se enfrenta a un poderoso imperio criminal tiene a su protagonista recorriendo Japón, Alemania y Francia atravesando allí brutales combates con todos los que quieren liquidarlo. Estreno en Argentina el 23 de marzo.
La «secuelitis» tiende a ser un problema de las grandes sagas de acción de Hollywood. Cada segunda, tercera, cuarta o décima parte suele ser más grande, más larga, más cara, más espectacular y más violenta que la anterior. El resultado de ese «proceso inflacionario» de las secuelas tiende a ser inversamente proporcional a su tamaño: pocas veces esas secuelas engordadas suelen ser mejores que las películas anteriores. Una de las pocas excepciones que se me ocurre es la de MISION: IMPOSIBLE, una saga con la que esta tiene varias cosas en común.
Con JOHN WICK pasa algo raro. Al no ser una saga craneada como tal desde el principio –es, más bien, el resultado de una película original que se volvió de culto y secuelas que fueron apareciendo sobre la marcha–, no parece haber una lógica del todo clara en sus resultados. La segunda y la tercera parte, tengo la impresión, sí cumplían con esa máxima: su espectacularidad visual no lograba reemplazar la fiereza lo-fi de la película original. No eran malas películas –hay muchas cosas que aparecieron en ellas, como la densidad de su curiosa mitología mafiosa por ejemplo, que funcionan muy bien–, pero se sentían dentro de ese esquema. Para el final de la tercera, la saga entera corría el riesgo de tornarse previsible y repetitiva.
JOHN WICK 4 no tiene ese problema. Sí, es más grande y tiene todos los potenciales defectos de las producciones que ya se saben parte de un «esperado evento cinematográfico», pero hay un importante cambio en su universo y una excelencia en cada una de sus escenas de acción que sorprende, especialmente en esta época en la que los efectos digitales parecen haberse llevado puestas las leyes de la física. No porque el film de Stahelski no tenga efectos –debe tener millones– pero están incorporados al mundo real, o más o menos real, que presenta la película y de una manera relativamente invisible. Lo más fantástico del mundo de Wick es que los huesos no se rompan tras caídas de varios pisos o de 200 escaleras. Si uno «compra» la idea de que su protagonista es prácticamente invencible e irrompible –por lo menos mientras esté dentro de su traje antibalas–, todo lo demás fluye de una manera incuestionable.
El cambio en el universo JOHN WICK tiene que ver con la internacionalización de su propuesta. Nuestro protagonista –que sigue siendo buscado por todo el mundo que esté en el grupo de WhatsApp de la «Mesa Alta»– ahora empieza a circular por grandes capitales europeas y hará lo suyo en famosos lugares turísticos de Berlín y París, además de Osaka (Japón) y algún lugar más. Es una película de casi tres horas que raramente se siente larga y que se estructura en torno a tres grandes (bah, dos grandes y una enorme) set pieces de acción, bestiales eventos físicos en los que Wick y sus perseguidores tendrán, como es costumbre, enfrentamientos que son verdaderos combos de golpes, armas, cuchillos más algunas persecuciones callejeras.
La trama es simple, como en las anteriores películas. Y si se complica tiene más que ver con ese submundo mafioso que parece estructurado como una organización masónica que por otra cosa. Wick (un Reeves tan módico en gestos y palabras como expresivo en movimientos de manos y piernas, un intérprete que actúa mejor con su cuerpo que con su rostro) se queda casi sin amigos o apoyos al final de la tercera película y se dedica a recuperarse y entrenarse en lo del Bowery King (Laurence Fishburne, volviendo a armar la dupla de MATRIX) ya que el precio por su cabeza sigue creciendo. Encima, el tipo no tiene mejor idea que irse a Marruecos a liquidar a El Anciano –esa suerte de líder místico que tiene la «corporación»–, lo cual hace duplicar, literalmente, la apuesta.
Es a partir de eso que un representante de la Mesa Alta conocido como el Marqués (Bill Skarsgard, un poco menos freak que de costumbre) viene a Nueva York dispuesto a terminar con todo. Por haber dejado vivo a Wick al final del film anterior, el hombre hace destruir el Hotel Continental, transforma en un paria a Winston (Ian McShane) y algunas cosas más que mejor no revelar. Pero, fundamentalmente, contrata como «hombre fuerte» a Caine (el extraordinario Donnie Yen, el arma secreta de la película, actor que mejora todo lo que toca), un hombre ciego, ex operativo del grupo y viejo amigo de Wick, al que chantajean para liquidarlo amenazando con matar a su hija.
Wick huye a Japón y se refugia en el Continental de Osaka donde irán a buscarlo cientos de entrenados agentes al servicio del Marqués. Allí se sumará a la contienda alguien a quien llamarán El Rastreador (Shamier Anderson), quien llega con un fiel y violento perro con el objetivo de quedarse con los millones de la recompensa. Y, digamos, la mesa estará servida para lo que JOHN WICK mejor sabe hacer: una orgía de destrucción masiva, elaboradísima pero a una cierta escala humana, una variada secuencia de enfrentamientos con todo tipo de recursos y con una economía de montaje admirable (la acción no es aquí un compilado de cortes breves sino una serie de planos con cierta longitud que vuelven todo lo que se ve un tanto más creíble) que involucran a Wick, a los dueños del hotel (Hiroyuki Sanada y la cantante Rina Sawayama) y a unos pocos de su lado contra un ejército de asesinos liderados por el tal Caine.
Todo, como dicen por ahí, escalará muy rápidamente y pronto tendremos a Wick con objetivos específicos que resolver primero en Berlín –donde tendrá que lidiar con un enemigo de su familia adoptiva, «los Ruska Roma», llamado Killa (Scott Adkins, irreconocible)– y luego ya en París donde transcurrirá más de un tercio de película, una cadena de escapes, enfrentamientos y persecuciones por la ciudad que funcionan como el más violento recorrido turístico imaginable y que hacen recordar que no conviene nunca cruzar por la Avenida Champs-Élysées al Arco de Triunfo sin respetar los semáforos. No te sucederá lo mismo que a Wick, pero es lo más parecido a eso en el mundo real.
Stahelski agrega motos y automóviles a su combo armas-cuchillos-golpes. No los reemplaza, sino que los suma. Ahora también los propios coches se vuelven armas letales en combinación con todas las demás. Hay secuencias, como la que transcurre en el centro de París y va derivando a otros barrios, que hay que verlas para creerlas, una brutal y fascinante acumulación de golpizas que están a la altura de los mejores momentos coreográficos de, ejem, AN AMERICAN IN PARIS (SINFONIA DE PARIS fue su título local), con el director convertido en un Vincente Minnelli de la ultraviolencia más sacada imaginable. Y otra, filmada con un plano secuencia cenital, que es para pararse en la sala y aplaudir.
JOHN WICK 4 es una película brutal y violenta pero no se regodea en la sangre sino que tiene la estructura acumulativa y la lógica de un videojuego de acción. La relación entre el cine y ese tipo de juegos no siempre es la más feliz, pero la forma en la que Stahelski y su equipo entienden la acción hacen que aquí funcione a la perfección, de una manera muy distinta a la que lo hace, por ejemplo, en la serie THE LAST OF US. Acá la amplificación es muscular y no dramática, al menos no hasta el final, en el que las cosas se vuelven más densas y emotivas de lo pensado, tanto para los personajes como para los espectadores.
La comparación con MISION IMPOSIBLE no es casual. Si bien son sagas muy diferentes en muchos sentidos, ambas se caracterizan por la sensación física que transmiten. Por más imposibles que sean las hazañas de Wick, Stahelski las trata como un derivado del mundo real. El ruido de los golpes se siente, lo mismo que las caídas, los cuchillazos y los disparos a quemarropa (debe ser la película con más disparos de ese tipo de la historia del cine). Y en ese sentido ayudan también los planos largos. Si bien de vez en cuando dejan a alguien medio patinando sobre la nada, el efecto de potencia coreográfica se siente e impacta casi en el cuerpo del espectador.
De todas las películas estadounidenses que beben de los diversos estilos del cine de acción asiático (de los de Hong Kong de los ’90, de donde proviene Yen, a los más recientes de Indonesia, pasando por ejemplares chinos, coreanos o japoneses) quizás JOHN WICK 4 sea la mejor, por su frenética y delirante ampulosidad, por su energía inagotable. Si uno se entrega y se abre a la propuesta sin ponerse a cuestionar la amplia suspensión de incredulidad que requiere (nunca entiendo por qué se obsesionan en la saga por mostrar a Wick recargando constantemente sus armas, como si alguien estuviera pidiéndole verosimilitud a sus combates) se encontrará con la película de sus sueños, un film de acción para acabar con todos los films de acción y para mostrarle a los vecinos de Marvel que se puede seguir haciendo cine para todo público de otra manera.