Cannes 2023: crítica de «Black Flies», de Jean-Stéphane Sauvaire (Competencia)
Dos paramédicos que trabajan en las noches neoyorquinas atraviesan tensas y violentas situaciones que ponen en riesgo su estabilidad emocional. Con Tye Sheridan y Sean Penn.
Ya lo contó Martin Scorsese en BRINGING OUT THE DEAD: ser paramédico en Nueva York puede ser la más demandante y brutal de las tareas. En BLACK FLIES el que atraviesa ese brutal rito de iniciación es un joven llamado Ollie Cross –ya el apellido anuncia cosas– que acaba de entrar a trabajar en las noches de la gran urbe resolviendo asuntos médicos de emergencia que por lo general son densos y socialmente impactantes. El tipo no tiene experiencia y se impresiona fácilmente apenas lo vemos en medio de un operativo tras un tiroteo entre pandilleros de las afueras de Manhattan. Las cosas no le van a ser nada sencillas, es obvio.
Cross (ese muy buen actor que es Tye Sheridan) tiene la suerte, o eso parece, de quedar en tándem con el más veterano, serio y responsable “Rut” Rutkokvsky (Sean Penn, claramente mejor actor que director), un experimentado en la profesión, alguien que maneja con paciencia y cierto desapego los casos extremos que tienen que resolver cada noche. Ninguno de los dos tiene vidas privadas. Cross estudia para rendir exámenes y pasar a ser un médico «de verdad» mientras vive en un cuarto sucio y vacío que alquila en Chinatown y tiene una relación puramente sexual con una mujer que tiene un bebé. Rut, por su parte, acaba de separarse de su mujer y se lleva bien con su hija, pero su ex (Katherine Waterston) tiene otros planes para hacer con la niña.
Durante su primera etapa, BLACK FLIES funciona como tantas películas de entrenamiento, de maestro y discípulo, con Penn funcionando como alguien que ya vio demasiadas cosas como para dejarse impresionar y Sheridan como el que, día a día, se va curtiendo. Varias cosas complican su cotidianeidad. Por un lado, hay algunos compañeros paramédicos que no son particularmente amables (Michael Pitt interpreta a alguien dedicado a hacerle a Cross la vida imposible) y, por otro, la sensación de que sus sacrificios y esfuerzos por salvar vidas no solo no son reconocidas por las personas que rodean a las víctimas (o las propias víctimas) sino que, por el contrario, no paran de recibir agresiones aún de los que ayudan a sobrevivir.
Todo esto se va transformando en una olla a presión que, cuando explota, se lleva puesta la película. Es que el mínimo control que el realizador francés Jean-Stéphane Sauvaire tenía hasta ese momento se pierde cuando, bueno, suceden una serie de cosas en uno de sus recorridos nocturnos que llevan a los dos protagonistas a vivir situaciones aún más oscuras, densas y complicadas. Cosas que, además, los enfrentan entre sí, acaso de manera irreconciliable. Y de allí en adelante todo empeora: las experiencias y la película, que pierde tanto o más el control que sus personajes.
Esa segunda mitad convierte a esta densa y violenta película sobre las accidentadas noches y madrugadas en los más complicados barrios neoyorquinos en un melodrama bastante ampuloso (y religioso) que lleva a la propia película a bordear por momentos con el ridículo. Nunca pierde su implacable agresividad –uno de los paramédicos escucha death metal en la ambulancia– y mira de frente cada herida de bala, cuchillazo y otros problemas y accidentes con los que los protagonistas se topan en una noche más por la ciudad de la furia, pero se sube arriba de todos los símbolos que dan vueltas y quiere ganarle a Scorsese una competencia en su propio terreno. Y no puede, porque Sauvaire no entiende que el cine del neoyorquino no siempre es apostar a más, más y más. Es encontrar humanidad en las zonas en las que todos ven putrefacción. Sauvaire no logra nunca hacer esa distinción y eso limita la calidad de su igualmente virulenta película.