Streaming: crítica de «Taxi Driver», de Martin Scorsese (HBO Max)

Streaming: crítica de «Taxi Driver», de Martin Scorsese (HBO Max)

Una revisión de la controvertida película de 1976 protagonizada por Robert De Niro que convirtió a Martin Scorsese en uno de los más famosos y polémicos realizadores de la época. En HBO Max.

Surgiendo del humo, entre las sombras y las luces de neón, en medio de un caos físico que se parece al infierno sobre la Tierra, los ojos de Travis Bickle observan Nueva York en su caótica y fascinante decadencia de mediados de los ‘70. Mucho antes de la limpieza brutal que arrasó con todo eso unas décadas después para mudarlo a otros barrios menos visibles y turísticos, Broadway está aquí plagada de cines porno, de prostitutas que recorren las calles, de cafishios, de dealers, de gente que se busca la vida, de peep shows, de romances furtivos y de las famosas millones de historias que tienen ese tipo de ciudades. Para Travis, los que lo habitan son “la escoria del mundo”, la prueba visible de que no hay salvación sobre la Tierra. Desde la soledad del interior de un clásico taxi amarillo de Manhattan, el tipo está dispuesto a ser un ángel vengador. ¿De qué? Ni él lo tiene muy claro. Es, simplemente, una misión autoimpuesta para combatir el insomnio, la depresión, la soledad.

Cuando Martin Scorsese hizo “Taxi Driver” no era el Martin Scorsese que hoy cumple 80 años, el que todos conocemos, admiramos, discutimos y  celebramos como uno de los más grandes cineastas de la historia. No existía “Toro salvaje”, ni “El rey de la comedia”, ni “La última tentación de Cristo”, ni “Buenos muchachos”, ni “La edad de la inocencia”, ni “Casino”, ni “El lobo de Wall Street”, ni todas las otras películas (son, hasta hoy, 25 largometrajes de ficción y 16 documentales) que haría después y que lo convertirían en ese mito viviente que hoy es. Tampoco se había transformado en ese erudito de la historia del cine, ni en el inteligente analista de los cambios en Hollywood, ni en el “rescatista” de clásicos olvidados del cine de todo el mundo. Entonces era un joven neoyorquino que recién comenzaba, con cuatro películas en su haber de las cuales sólo “Calles peligrosas” y “Alicia ya no vive aquí” habían tenido una cierta repercusión. Era una promesa, entre las muchas que surgieron en el cine estadounidense a fines de los ‘60 y principios de los ‘70, un director que tranquilamente podía haber pasado al olvido –o ir perdiendo su lugar– como le sucedió a algunos de sus pares. A partir de “Taxi Driver”, la promesa se convirtió en realidad y de ahí en adelante Martin Scorsese pasó a ser un nombre conocido por cualquier cinéfilo que se preciara de serlo.

Algunas ideas visuales, imágenes y hasta parte del universo que apareció en esta ahora canónica película de 1976 venían ya de antes, estaban presentes en su filmografía previa. Pero aquí, gracias al apoyo y sostén del abrumador guión de Paul Schrader (que luego, como realizador, armaría su carrera en base a relecturas y variantes de personajes e historias como las de “Taxi Driver”) y la actuación definitiva, consagratoria, de Robert De Niro, Scorsese encontró un punto de vista desde donde mirar al mundo con otros ojos, unos más incisivos, nerviosos, confundidos y llenos de la ansiedad que caracteriza su obra. Los ojos de Travis que abren la película son los mismos con los que Scorsese parece observar la ciudad y, en consecuencia, el mundo. Lo que Travis hace después con eso –con lo que vive, con lo que ese caos urbano le provoca– es un asunto muy distinto.

Taxi Driver” es una pesadilla de neón, más impresionista que realista, empapada en el clima de una época pesada, de decepciones políticas, bélicas y económicas (Nixon, Vietnam, su ruta), en la que el futuro era un concepto lejano, imposible de imaginar. No es casual que el punk haya surgido en esa misma época (la película se filmó en 1975 y se estrenó en febrero de 1976) ni que hiciera propio el mohawk, el corte de pelo que Bickle termina usando cuando ya no puede contener la violencia que lleva adentro. “Taxi Driver” es el retrato de la angustia existencial de un hombre que no encuentra la manera de salir del pozo en el que se ha metido –de hecho, cada decisión que toma lo mete aún más en él—, que recorre los barrios de Nueva York a las horas en las que casi nadie se atreve y que no hace más que inhalar constantemente la violencia que lo rodea, adentro y afuera de su taxi amarillo.

En “Taxi Driver”, Travis escribe un diario (partes del cual De Niro lee en la voz en off) en el que expresa de una manera brusca pero no exenta de algunos raptos de curiosa lucidez su desgarro emocional. “Soy el hombre solitario de Dios”, dirá en un momento citando a Thomas Wolfe. En una película claramente dividida en dos mitades que funcionan como eco, como espejo, Travis tratará –en la primera de ellas al menos– de escaparle a esa condición. Se trata de un joven de 26 años, veterano de Vietnam, insomne y paranoico, con un torpe manejo de las relaciones sociales. Una visión idílica de una chica bella, rubia y en apariencia angelical llamada Betsy (Cybill Shepherd), que trabaja para un político que se candidatea a presidente, lo lleva a intentar romper ese cerco. Se acerca a ella nerviosamente y, tras algunas dudas e incomodidades, Betsy acepta tener una cita con él, como quien busca explorar un mundo muy distinto al suyo. La cosa no funciona (una visita a un cine no adecuado para la ocasión deja a las claras que pertenecen a mundos distintos) y el mínimo contacto que el taxista tiene con el mundo real desaparecerá, como bien lo deja en claro la cámara que elige abandonar a su personaje en un momento clave y mostrarnos el futuro como un pasillo que conduce a un nivel aún más bajo del infierno.

Taxi Driver” es el retrato de una fractura psicológica contado en una película que, como el personaje, se va quebrando progresivamente. La cámara de Michael Chapman y la música de Bernard Herrmann tienen dos motivos principales, los clásicos de la historia del cine: la luz y la sombra, la calma y la intensidad, la ternura y la violencia. De las primeras ya hay pocas al comenzar la película, pero Scorsese logra de todos modos crear un universo en el que no todo parece perdido. Hay belleza en la basura, hay imágenes de una salvación posible, hay una romántica melodía de saxo que se cuela en medio de los acordes tenebrosos escritos por el compositor de “Vértigo”. Pero en ese momento todo eso termina por desvanecerse. Bickle se va despegando de la realidad y entrando en una espiral de la que, él mismo es consciente, no hay salida posible. O al menos eso es lo que supone.

La segunda mitad de la película lo verá involucrarse en dos causas en paralelo. La primera, vengarse de Betsy de una manera un tanto indirecta, llamando su atención y la del mundo mediante un acto violento y desmedido. La segunda es una causa que él cree noble y quijotesca pero que no hace más que acrecentar su alienación del resto del mundo: “salvar” a una prostituta de apenas doce años (Jodie Foster) que trabaja a las órdenes de un extravagante cafishio (Harvey Keitel) del que espera liberarla. Pero más allá de los hechos –los que se concretan y los que no–, lo que Scorsese pinta de allí en adelante es un recorrido propio de la estructura cinematográfica clásica y que se repetirá en muchas de sus películas: la caída en desgracia de sus personajes, que se meten en una infinita espiral decadente en sus vanos intentos de encontrarle una salida a sus problemas. 

Polémica en su momento, hoy “Taxi Driver” lo sería todavía más. No solo por el mundo oscuro que retrata, por la crudeza de la violencia que finalmente se destapa y por tener a una niña de doce años encarnando el rol de una prostituta con algunas escenas que hoy serían imposibles de filmar, sino por la manera en la que anticipó, o notó el crecimiento, de un fenómeno social que se sigue expandiendo en ese país y últimamente en muchos otros, el de aquellas personas que se sienten marginadas por el sistema, frustradas con los cambios sociales (la inmigración, las libertades sexuales, las “elites” culturales) y dispuestas a “tomar armas en el asunto”, sea mediante el voto a candidatos que expresan en viva voz esos mismos sentimientos o, literalmente, mediante las armas en cuestión, sin importar objetivo ni tamaño. 

El difícil ejercicio intelectual que presenta Scorsese en “Taxi Driver”, otro que lo persigue a lo largo de su carrera, es lograr paralelamente la identificación y la distancia del espectador con su protagonista. La película se mete tan adentro de la mente de Travis Bickle que es difícil soltarle la mano cuando uno se da cuenta que perdió definitivamente el rumbo y no tiene forma de recuperarlo. El de la identificación es un procedimiento tan intrínseco al relato cinematográfico que es habitual que el espectador quiera que, por más terribles que sean sus actos, a sus protagonistas les vaya bien, se salven, encuentren esa salida que buscan. Acá, Scorsese lleva al límite ese ejercicio, generando a partir de eso algunas confusas lecturas ideológicas de la película. Poner al espectador en la mente de un hombre solitario, ansioso y perturbado es una cosa, acompañarlo en su cada vez más salvaje, racista, homofóbico y violento recorrido es otra. Como en “Buenos muchachos”, en “Casino”, en “El lobo de Wall Street” o, de alguna manera u otra, en casi todas sus películas, Scorsese no le indica al espectador en qué momento debe tomar esa distancia. Y esa apuesta por la inteligencia y el criterio de quien ve sus películas lo convierte, a la vez, en un cineasta extraordinario pero también en uno que se presta a las controversias, especialmente en tiempos en los que las sutilezas –los grises, las ambigüedades, la ironía– le pasan de largo a la gran mayoría. Y uno que, además, los votantes de la Academia de Hollywood no terminan de abrazar.

Por su crudeza, su violencia y por el impensado momento en el que da rienda suelta a algo que podría calificarse como un guiño irónico a la historia que acaba de contar, “Taxi Driver” se volvió una película discutida y polémica. En ese entonces, claro, Scorsese no era Scorsese y nadie sabía que esa sería una de las “marcas de fábrica” de su obra. Su mirada es humanista pero no se presenta desde un lugar bienpensante. Por el contrario, la cercanía con la otredad, con la locura y con el pecado (no olvidar que esa película fue craneada por un calvinista y un católico, bastante religiosos ambos) es lo que siempre pone en riesgo aquello de “elegir el buen camino”. Ya se ha dicho muchas veces, pero la convivencia en el imaginario personal de Scorsese –y en el barrio ítalo-americano en el que creció– entre curas y gangsters, santas y prostitutas, informaron todo su recorrido cinematográfico. Y “Taxi Driver” acaso sea la sublimación de todas esas contradicciones y ansiedades.

Pero lo que jamás se discutirá es la maestría formal de la película y, en cierta manera, de toda la obra del realizador de “El irlandés”. Sus historias son lo que son gracias a la infinidad de ideas audiovisuales y al enorme talento que el hombre tiene para plasmarlas en una pantalla. Y es algo que excede su enciclopédico conocimiento de la historia del cine, ya que muchos cineastas son tan o más cinéfilos y no manejan los recursos ni las ideas que, para Scorsese, parecen surgir casi naturalmente. Uno puede rastrear en “Taxi Driver” las influencias de Jean-Luc Godard, de R.W. Fassbinder, de Francesco Rosi o del cine negro de los años ‘40 y ‘50, pero eso no explica demasiado, no sirve más que para contener el universo del realizador y limitarlo a un grupo de nombres y estilos más o menos reconocibles. Entonces no se sabía, pero finalmente su película era la que iba a pasar a ser una influencia ineludible para buena parte de los directores que la vieron, en su momento o después, en su larga vida como film de culto de videoclubes, retrospectivas y plataformas de streaming. De “Joker” a “El club de la pelea”, de “Un día de furia” a “Psicópata americano”, pasando por decenas de películas en las que su sombra parece pasearse libremente, “Taxi Driver” es la “experiencia definitiva” en alienación urbana, tormento interior y violencia catártica.

Para bien o para mal –la imitación muchas veces se presenta como traición–, se trata de un mojón cinematográfico ineludible, un rito de pasaje no solo para conocer y entender la obra posterior de Scorsese sino para que el espectador entre, definitivamente, en otro estadío de la experiencia cinematográfica. Uno que lo invita y lo repele, lo seduce y lo asquea. Uno que le exige abandonar una mirada infantil y tranquilizadora sobre el mundo –mirada que es respetable y valiosa, pero muy alejada de los universos que le interesan al realizador– para asumir una perspectiva de la realidad (y del mundo) confusa y por momentos pesadillesca. “Taxi Driver” es un coming of age cinematográfico para el espectador, una película de la que no se puede volver atrás, un viaje de ida por una avenida cada vez más oscura sin un final a la vista.


Nota publicada originalmente en La Agenda de Buenos Aires