Estrenos: crítica de «La montaña», de Thomas Salvador
Este drama francés con elementos fantásticos se centra en un hombre que deja su vida burguesa en París y se va a vivir a una carpa en medio de los Alpes. Estreno: jueves 26 de octubre.
En ENCUENTROS CERCANOS DEL TERCER TIPO, de Steven Spielberg, el protagonista se obsesiona con una forma montañosa. No sabe bien su significado pero se siente llamado por ella y entiende que de algún modo está conectada con algún poder desconocido. LA MONTAÑA bien podría ser la versión más seca y desdramatizada de alguna experiencia similar. Hay extraños actos y obsesiones incomprensibles. Hay personas que miran a la distancia como poseídos por algo inexplicable. Y hay otras cosas, que se irán descubriendo con el correr de los minutos.
Lo que no hay –y quizás es el inconveniente más difícil que tiene que superar la película de Thomas Salvador– es un protagonista igual de interesante. Interpretado por el mismo director, Pierre es un ingeniero parisino con una vida en apariencia apacible pero rutinaria, que viaja a Chamonix, ciudad al borde de los Alpes a presentar un nuevo producto: un brazo robótico para la cocina. En medio de la presentación se queda –como el Roy de la película de Spielberg– mirando embobado una montaña ante la sorpresa de todos. Luego vuelve a lo suyo y sigue.
Pero algo le sucedió en esa experiencia y decide visitar la montaña en cuestión, que no es otra que el Mont Blanc, el pico más alto de Europa occidental. Sube por un día, pasa la noche allí arriba y visita el centro de esquí y el restaurante aledaños. Pero cuando está en el tren, emprendiendo el regreso, decide súbitamente bajarse. Llama a su trabajo fingiendo una enfermedad y se queda. Pero no va a un hotel ni a pasear. Poco después ha regresado a la montaña con la intención de quedarse allí, por un tiempo indeterminado.
LA MONTAÑA presenta todos estos hechos de forma directa, fáctica, sin muchas vueltas ni explicaciones. No hay a la vista ninguna causa, ni un trauma ni un problema previo que justifique esta decisión. Pierre parece actuar por impulso, como poseído por lo que ve. Sabe algo de montañismo y está más o menos preparado para la supervivencia allí, pero todo parece aprendido en un gimnasio y siguiendo tutoriales de YouTube. Durante casi la mitad del relato –que es un tanto más de lo necesario– asistimos a esa comunión con la montaña, el cielo y la naturaleza, a veces violenta, que lo rodea.
Estando allí conoce a Léa, la chef del restaurante (Louise Bourgoin, en un personaje demasiado ideal para ser del todo creíble) y se siente atraído por ella –algo que parece ser mutuo–, pero la montaña sigue siendo prioridad y ella no está para seguirlo. Y tras un aparente largo tiempo llegan familiares suyos a pedirle que vuelva a París, que abandone esa locura. Pero no hay forma. Pierre parece ser capaz de pasar el resto de sus días escalando y mirando la montaña. Y el director asume que, como él, el espectador estará igual de extasiado ante su imponencia.
En un momento algo cambiará. Y aviso aquí que esto puede calificar como spoiler. Un día Pierre se encamina a la zona en la que hubo un desprendimiento rocoso –la película hace más de una vez referencia al cambio climático y lo que eso está produciendo en las montañas– y, al meterse entre las piedras, observa luces y más luces. Y eso lo conduce hacia unas pequeñas formaciones que brillan en la oscuridad y que parecen estar vivas. Y lo que era antes contemplación ahora se vuelve obsesión. ¿Qué son esas «cosas»? ¿De dónde vienen? ¿Las sabrá preparar Léa con alguna rica salsa?
La película allí toma otro registro –uno que apuesta más a la fantasía y, si se quiere, hasta la ciencia ficción– y cambia. No en sus modos formales, pero sí en cuanto al tono, a la expansión de credibilidad que requiere. Sigue siendo un relato silencioso y apoyado en planos del protagonista y contraplanos de la naturaleza. Aún cuando baja al restaurante a comer, conseguir o comprar comida, sus diálogos con Léa son mínimos. Pierre parece estar en su propio mundo, aún cuando está acompañado. Y eso es algo que a Léa, por algún motivo, intriga y fascina.
Extraña, sorprendente e incómoda en partes iguales, LA MONTAÑA es la clase de película que suele dividir al público entre los que entran en la propuesta misteriosa y distanciada con la que arranca –y aceptan su lateral movida hacia algo más fantástico– y los que se quedan afuera, bien de una o de las dos partes. La decisión de presentar a un protagonista opaco e inexpresivo, sin historia, complica de entrada la conexión con el espectador ya que es difícil acompañar la mirada de alguien que parece no expresar mucho. Pero si uno tiene la paciencia suficiente para acompañarlo, en cierto momento el mundo alrededor suyo parecerá transformarse en otra cosa. Literalmente. Con efectos especiales y todo.
LA MONTAÑA es una película acerca del vacío de la vida «burguesa» que obliga a escapes y a decisiones fuertes (la película se craneó antes pero se filmó en pandemia, etapa que generó muchas ideas de ese tipo), pero también una historia con tintes ecologistas en la que un hombre conecta con lo que podrían ser las «partículas subatómicas» de la naturaleza. Se trata de una propuesta intrigante, misteriosa y desconcertante en partes iguales, una que se ubica justo en el medio entre el trascendentalismo de Henry David Thoreau (el autor de «Walden» y discípulo de Waldo Emerson) y los conflictos de un burgués parisino demasiado aburrido con su vida.