Estrenos: crítica de «Napoleón», de Ridley Scott
Joaquin Phoenix encarna al general y emperador francés en este épico relato centrado en sus campañas bélicas y en su complicada vida personal. Estreno: 23 de noviembre.
Un hombre que seguramente terminará dirigiendo tantas películas como batallas comandó Napoleón Bonaparte en su mucho más breve vida, Ridley Scott sonaba como el indicado para ponerse al mando de la tarea épica de hacer una película sobre el general, emperador y personaje clave de la historia de Europa. No solo por su energía inagotable y su indiscutible voz de mando –Scott es un cineasta de la vieja guardia, de esos que no le prestan demasiada atención a las frágiles sensibilidades actuales– sino porque, sin dudas, es uno de los mejores directores de escenas bélicas, de combates y enfrentamientos, algo que viene haciendo desde LOS DUELISTAS, allá por 1977. Y NAPOLEON tiene las características del cine de Scott, solo que raramente le escapa a esa impactante prolijidad que el tipo, sabemos, puede lograr sin casi despeinarse. A la película le falta algo y es difícil determinar qué es.
Es un relato histórico ambicioso, épico en sus dimensiones bélicas –con media docena de batallas incluidas–, pero también uno íntimo y psicológico que trata de entender cómo funciona la cabeza de su protagonista, especialmente en lo que tiene que ver con su relación amorosa con la que fue la mujer de su vida, Josephine. Si bien esa relación motoriza y complica la historia, obligándolo a Napoleón varias veces a tomar decisiones políticas y hasta modificar sus planes bélicos en función de algún ataque de celos, no termina de integrarse del todo con ese otro personaje que domina con comodidad los paisajes de la batalla. En los papeles –en el guión de David Scarpa, digamos– sí lo hace. En la práctica, no tanto.
Hay una contradicción evidente y buscada entre la convicción con la que Bonaparte (una actuación por lo general internalizada de Joaquin Phoenix, salvo por algunas escenas ampulosas en plan Method Acting) planifica y ejecuta sus operaciones bélicas, y las dudas e inseguridades que tiene con su mujer, a la que cela y adora pero a la vez maltrata y brutaliza en una cambiante relación de poder que quizás sea lo mejor que tiene la película para mostrar. Encarnada por la extraordinaria Vanessa Kirby –cada vez que ella aparece el film se despabila de golpe–, Josephine juega un juego peligroso con su marido, una serie de manipulaciones propias de una estratega de otro tipo de batallas, unas que Napoleón no maneja tan bien. Pero así como él no siempre lo controla todo a campo abierto, ella tampoco necesariamente acierta todas las veces con sus tácticas de alcoba.
NAPOLEON lidia con un problema que debe haber abrumado a cualquier guionista dispuesto a contar su historia. Son tantos los giros políticos, los cambios de alianzas, las relaciones de poder y los puestos que ocupa el protagonista a lo largo de las tres décadas en las que fue una figura central de Francia que resulta muy difícil clarificarlos en un relato cinematográfico clásico. No hay un enemigo, sino varios. No hay una guerra, sino una serie de conflictos. Y no hay un gobierno enfrentado a otro, sino una larga secuencia de giros y cambios políticos. Al final, lo único que le queda a quien escribe su vida en términos cinematográficos es ir paso a paso, combate a combate, volviendo cada tanto a ese irresoluble pero fascinante conflicto que es su vida personal.
En las distintas batallas napoleónicas que Scott pinta con su acostumbrada grandilocuencia y espectacularidad –ayudadas, de modo más visible que de costumbre, por efectos digitales–, lo que reluce es su capacidad, similar a la de su protagonista, de organizarlas visualmente, posibilitando que el espectador entienda la lógica espacial de los combates, por más reducidos o simplificados que estén en relación a los reales. Scott, como Bonaparte, son estrategas posicionales y utilizan el espacio como un lienzo en el que mover sus piezas, hacerlas chocar y separarlas, sorprender desde un flanco inesperado y, en general, salir triunfantes. Pero a ambos se les dificulta la civilidad, el día a día, la comprensión de la existencia como algo mayor a los puntos altos con los que los libros cuentan las grandes historias.
En la intimidad, Napoleón es tentativo y contradictorio, brutal y absurdo, por momentos tierno y en otros cruel. Manipulado muchas veces por Josephine, el tipo contesta las actitudes pasivo-agresivas de su mujer con una mezcla de virulencia y arrepentimiento, como una especie de animal encerrado que pasa, de un momento a otro, de doméstico a salvaje y viceversa. Puede ser cerebral en el campo de batalla, pero en el palacio se deja llevar por el deseo físico y la inseguridad psicológica. Es ella la líder en interiores. Aún en la derrota –sus caminos se torcerán a partir de la imposibilidad de la pareja de tener hijos, atribuida a ella–, Josephine se las arreglará, como queda claro en la correspondencia entre ambos, para tenerlo atrapado entre sus dedos.
Un general vuelto emperador, Napoleón controla buena parte de la vida política francesa, al menos por un tiempo, con pulso firme. En sus primeros combates, empezando por Toulon, sorprende tácticamente al enemigo inglés. Y en Austerlitz –acaso la batalla mejor filmada de los últimos tiempos– domina todo sin mover más que la mano derecha, ya convertido en una especie de yoda del arte de la guerra. Pero en algún momento su vida personal y su dominio político se volverán más frágiles y eso no tardará en reflejarse en los combates. Y allí vendrán los problemas, tanto en el frío ruso –que lo espera con sus ciudades vaciadas e incendiadas, en plan película de zombies– como en su ya visiblemente desorganizado intento de combatir ejércitos que lo superan en número que dará pie a la célebre batalla de Waterloo.
Episódica –hay un corte de más de cuatro horas que, dice Scott, es mucho mejor que éste y quizás pronto lo veamos en Apple TV–, lo suficientemente graciosa como para no tornarse solemne, pero sin jamás atravesar del todo la barrera de lo académico y sin lograr «volumen de drama», NAPOLEON es una película que se debate, como su protagonista –y quizás también su director–, entre la megalomanía y la humanidad, para terminar perdiendo la batalla final por la contradicción que existe entre esas dos cosas. El de Ridley Scott es un relato épico sobre un gran general y un hombre pequeño, y sobre lo difícil que es seguir luchando –y quizás filmando– cuando ya no hay motivos reales para hacerlo más que tratar de demostrarse a sí mismo que se puede.
Excelente, voy a ver la película.
Me gustó mucho tu comentario !