Estrenos online: crítica de «Muerte infinita» («Infinity Pool»), de Brandon Cronenberg (HBO Max)

Estrenos online: crítica de «Muerte infinita» («Infinity Pool»), de Brandon Cronenberg (HBO Max)

La nueva película del director de «Possessor» se centra en un turista de un lujoso resort que se mete en problemas cuando accidentalmente mata a una persona local. Con Alexander Skarsgård y Mia Goth. En HBO Max.

Las llamadas «piscinas infinitas» son aquellas que no parecen tener límites, que unen lo interior con lo exterior, el mundo privado y el público, dan la impresión de cruzar una frontera imposible entre el controlado espacio de la pileta y el mar (o río o lago) más salvaje que la rodea. Es un efecto visual, usualmente, pero muy suele ser muy efectivo: uno se mete en estas piletas –piscinas, albercas– y se siente parte del paisaje, del panorama. Puede, además –aunque esto no es excluyente de las infinity pools–, dedicarse a tomar una bebida en el poroso límite entre ambos ámbitos.

No es esa la única metáfora que trabaja el título de la nueva, perturbadora y por momentos escalofriante película de Brandon Cronenberg (POSSESSOR). Ese poroso límite existe en los hoteles de lujo en el que esas piscinas suelen estar, pero hay otros que son más evidente: puertas de entrada y salida, cercos, rejas, muros que separan la privilegiada vida de los huéspedes con la del resto de la gente que vive en ese mismo lugar, zona o región. Y en ciertos sectores turísticos –como el que se muestra aquí– las diferencias son radicales, abismales: riqueza y lujo por un lado, pobreza y represión por el otro.

INFINITY POOL construye una historia aterradora respecto, entre otras cosas, al cruce de esos límites, centrada en el poder que algunos tienen para traspasarlos, muchas veces a costa de las vidas de los otros. A diferencia de muchas de las películas de terror en las que los habitantes de un lugar privilegiado son atosigados y puestos en peligro por los que viven afuera (de LA MASACRE DE TEXAS en adelante, son cientos), aquí tiende a suceder lo contrario: son los locales los que deberían tener miedo de los visitantes. Y, yendo aún más lejos, los visitantes deberían tener miedo de sí mismos.

Todo empieza acá de una manera casual, como una temporada de THE WHITE LOTUS bastante más arty. Estamos en una isla paradisíaca inventada llamada Li Tolqa que parece ser una cruza de distintos países y regiones asiáticas (un poco de Tailandia, otro tanto de Bali en Indonesia, unas cositas de Singapur y algunas más de la Polinesia) todos mezcladas entre sí. El código imperante allí es que, dentro del resort, se puede hacer todo lo que se quiera, pero no se recomienda salir del lugar ya que se trata de un país muy pobre y con unas leyes llamativamente duras para castigar casi cualquier delito.

Los protagonistas parecen ser una pareja de turistas: James Foster, un aburrido escritor con la clásica crisis de inspiración (Alexander Skarsgård, elegante como en SUCCESSION pero mucho más inseguro) y su esposa, Em (Cleopatra Coleman). Ambos están en uno de esos hoteles y ella quiere salir a la noche a cenar a algunos de esos restaurantes temáticos que tienen los propios resorts, pero él no tiene ganas. Hasta que el encuentro con otra pareja –una aspirante a actriz, británica, llamada Gabi (Mia Goth) y su marido suizo Alban (Jalil Lespert)– convence a James de salir los cuatro. Lo que más atrapa al escritor es que Gabi leyó su primera novela y es, dice, una enorme fan. Ego mata depresión.

Van a cenar, se convierten en típicos amigos de vacaciones y Gabi los convence de ir al otro día a pasear por fuera del resort, a unas alejadas playas, algo no recomendado y que bordea lo ilegal. Pero lo hacen «por fuera» de la ley, alquilando un coche, viajando a unas playas solitarias, bebiendo y pasándola bien. Gabi, de hecho, deja en claro ahí mismo que su interés por James no acaba solo en la admiración. Al regreso, un poco shockeado –por el alcohol y por la manera directa de la chica de «tomarlo por sorpresa»–, James pierde el rumbo del coche y atropella a un local.

A la mañana siguiente los vienen a buscar al hotel, los llevan a la comisaria y lo acusan a James del crimen. Y el castigo es particularmente extraño: deberá ser ajusticiado, pero no por las autoridades, sino por el hijo mayor de la víctima, una de las tradiciones del país. Otra «tradición» es que existe una manera de evitar esa condena, una que es un tanto más bizarra y que no conviene adelantar aquí. Solo basta decir que lo importante es tener mucho dinero, algo que en su caso no es un problema ya que su esposa es hija del dueño de una importante editorial. Y la posibilidad que el dinero le da a James de evitar la condena lo libera de una manera inesperada: si el dinero me permite hacer lo que quiero, ¿por qué entonces no hacer exactamente eso?

MUERTE INFINITA lidiará con esa problemática de una manera perturbadora, ya que la situación en la que todos se ven envueltos es pesadillesca. Y el que más difícil la tiene parece ser James. El uso del dinero no consiste, simplemente, en pagar una coima sino en un asunto bastante más complicado. Y pronto el protagonista se dará cuenta que no es el único en el hotel que atraviesa –o atravesó– una situación de ese tipo. Y a partir de allí empieza de algún modo otra película, una que trabaja a partir de las consecuencias de esos actos y cómo estos privilegiados del mundo lidian con eso. Dicho de otro modo: ¿qué límites existen si se puede hacer cualquier cosa sin pagar ningún precio? ¿Y se paga, de todos modos, un precio psicológico aunque no exista uno legal?

Cronenberg (difícil escribirlo así sin pensar en su padre) lleva este planteamiento, que bien podría ser de un drama psicológico/político, al terreno del horror escabroso y violento, más cerca de LA NARANJA MECANICA –o de David Lynch, en tanto eso que llamamos realidad empieza a esfumarse de a poco– que de algunas de esas películas de Ulrich Seidl que lucraban con la idea de turistas europeos millonarios haciendo desastres en países pobres. Brandon tiene ideas visuales sorprendentes, llamativas y originales. Y si bien no todas funcionan –todavía uno siente que hay algo de show off en lo que presenta–, sí sirven para darle a la película un carácter pesadillesco de principio a fin.

Consumos de drogas alucinógenas locales, mucho alcohol, unas perturbadoras máscaras que son típicas del lugar, dudas existenciales ligadas a la específica manera en la que evitó ser condenado y pulsiones sexuales desatadas a partir de la falta de cualquier tipo de control irán llevando a James al límite de sus posibilidades, con la extraordinaria Goth (nueva It Girl del género, gracias a su participación en las películas de Ti West, entre otras) como una especie de ángel/demonio que lo introduce en ese perverso mundo y hace lo imposible por moldearlo en función de sus deseos.

Uno puede no hacer la lectura política que INFINITY POOL plantea, basada en la idea de la impunidad de un sector de la población para manejar las vidas de casi todos los que están por debajo de ellos sin que nadie pueda hacer nada al respecto, pero de todas maneras se sentirá afectado y confundido por la experiencia. El truco de las «piscinas infinitas», después de todo, es la de dar la sensación a sus usuarios de «ser parte» del mundo pero, en realidad, estar separados de él y protegidos por un disimulado límite físico del que solo se sabe a ciencia cierta una cosa: que empieza y termina con el dinero.