Re-estrenos: crítica de «La mamá y la puta» («La maman et la putain»), de Jean Eustache

Re-estrenos: crítica de «La mamá y la puta» («La maman et la putain»), de Jean Eustache

por - cine, Críticas, Estrenos
11 Dic, 2023 09:18 | Sin comentarios

A cincuenta años de su estreno, el clásico y controvertido film francés “La mamá y la puta”, de Jean Eustache, se verá en versión restaurada en Cinépolis Recoleta y Cine Arte Cacodelphia.

El cigarrillo encendido en la boca, una chalina colgando del cuello a modo de displicente corbata, las gafas oscuras puestas aún en interiores oscuros y la mirada encendida, de cazador. Alexandre (Jean-Pierre Léaud) es un flaneur parisino de principios de los ‘70. Desencantado de los procesos políticos de 1968, irónico a más no poder, enamoradizo y en permanente “estado de seducción”, el tipo se sienta en el café Les Deux Magots, enclavado en Saint-Germain-des-Prés, para mirar y ser mirado, en esa manera tan francesa de usar la calle como vidriera y pasarela a la vez. La mamá y la puta, a lo largo de sus más de tres horas y media de duración, se mueve entre ese mítico lugar –en el que uno se podía encontrar con Jean-Paul Sartre tomando un whisky– y el departamento que Alexandre comparte con Marie (Bernadette Lafont), algo así como su pareja. Existirán algunos lugares más, pero casi todo lo importante sucederá en esas dos locaciones. Un espacio público y otro privado.

A Alexandre se lo suele ver en la cama, habitualmente despertándose y volviéndose a dormir. En otras ocasiones, abriendo un J&B y tomando del pico. El colchón está en el piso, hay una veintena de vinilos apoyados contra la pared, un velador cubierto con algún tipo de tela y la sensación de que el lugar no se limpia demasiado seguido. Alexandre y Marie parecen tener un acuerdo que podría denominarse de “pareja abierta”. Aceptan, o eso dicen, que el otro tenga aventuras amorosas y en algunos momentos hasta comparten anécdotas y experiencias. Pero la forma relajada en la que conversan sobre esos otros puede no ser del todo honesta. A lo largo de la película se verá que ninguno de los dos es tan abierto como pretende serlo. Y todo eso volará por los aires cuando se cruce con ellos, en estos mismos escenarios de la Rive Gauche, una tal Veronika (Françoise Lebrun), otra chica que pretende andar por la vida como si todo le diera más o menos lo mismo.

La mamá y la puta fue, en su momento, un shock cultural dentro del cine francés. Jean Eustache, su realizador, era un miembro del círculo de Cahiers du Cinéma pero no formaba parte de lo que se conocía como la Nouvelle Vague, cuyos miembros más reconocidos fueron Jean-Luc Godard, François Truffaut, Eric Rohmer, Claude Chabrol y Jacques Rivette. Más joven que todos ellos, Eustache había hecho un par de documentales que habían tenido cierta repercusión pero nada hacía esperar esta desgarradora y desilusionada bomba cultural que sacudió al Festival de Cannes de 1973 ganando el Gran Premio del Jurado. El impacto de la película, en su momento, no fue del todo claro, ni necesariamente positivo. Al contrario, generó más controversias que otra cosa. Pero La mamá y la puta fue creciendo en reputación con el correr de los años y quizás tomó categoría de mito a partir del suicidio de su director, en 1981.

A poco más de 50 años de ese explosivo estreno, La mamá y la puta llega a la Argentina en una versión restaurada en un inmaculado 4K, la misma que se vio en el Festival de Cannes 2022. Ese medio siglo permite, casi que obliga, a revisarla, releerla y entenderla como un objeto de una época muy particular, una en la que los códigos sociales, culturales, sexuales y, especialmente, la relación entre los géneros eran bastante diferentes a lo que son hoy. Acaso lo más curioso de la experiencia de ver La maman et la putain pase por notar cómo esas diferencias, de a poco, van dando paso a algo que sí se conecta y acerca a cierta crítica actual a la cultura patriarcal. Pero antes de eso pasarán muchas cosas.

Alexandre es un personaje abrumador, un dandy autoproclamado, un maestro del mansplaining que quizás entonces podía resultar encantador pero hoy parece más insufrible que otra cosa. No tiene nunca dinero –no se le conoce trabajo–, solo piensa en sus propias necesidades momentáneas y, especialmente, le gusta mucho el sonido de su propia voz. Es gracias a eso que parece conquistar, seducir y establecer relaciones no muy claras con las mujeres. Cuando el film empieza quiere volver con una ex novia que está a punto de casarse con otro hombre y, cuando ella lo rechaza, en un giro de la vista se topa con Veronika, con su particular look (el pelo atado y con rodete, largos vestidos que parecen robados del vestuario de una de las brujas del Macbeth de Shakespeare) y su igualmente definida mirada sobre el mundo. A la chica le gusta beber, coger, conocer tipos, tener relaciones efímeras y no complicarse mucho la vida. Es enfermera de día y, cuando sale, acopia largos vasos de J&B con Coca-Cola mientras Alexandre le habla de quién sabe qué cosa. El parece fascinado con sus propias ideas. Ella espera que se calle y pasar a los hechos. Pese a sus ritmos diferentes –o quizás a partir de eso–, conectan.

Pero Alexandre vive con Marie y si bien ella se ríe y se entretiene escuchando las anécdotas del affaire, pronto la cosa se empezará a volver más oscura. Marie se irá de viaje y él meterá a Veronika en la casa. Ella volverá antes de tiempo y no le gustará nada sentir en la pieza el olor del perfume barato que Veronika usa. Y cuando Marie quiera sumar a otro hombre a la partida, a Alexandre se le complicará el organigrama. A lo largo de la tercera y decisiva hora de la película los tres se verán las caras, se tocarán, se besarán y maltratarán en un agobiante y dramático psicodrama que bien podrían firmar Ingmar Bergman y John Cassavetes en conjunto: una oda al desgarro emocional (de Veronika, principalmente), una puesta en palabras de las sensaciones y los miedos que ocultan y un final enigmático, en el que Eustache prefiere evitar cualquier tipo de conclusión para dar la sensación de que esos personajes –el trío protagonista y él seguramente también– no podrán salir del todo enteros de experiencias de ese tipo.

Si bien la duración puede parecer excesiva en función de una historia sin demasiados giros narrativos, es exactamente eso lo que la distancia de experiencias previas, de otras películas sobre triángulos amorosos, como las de Rohmer, tan admirado por el director. Eustache hace del tiempo su elemento a moldear. Pueden ser planos silenciosos de alguien sentado en una cama fumando, largas caminatas por las calles o monólogos/diálogos en el bar, siempre regados de whisky (acá se bebe scotch –especialmente la tríada J&B, Johnnie Walker y Ballantine’s– y se fuma Gauloises sin parar) y, al menos durante dos tercios del film, nada parece salirse de la norma. Pero son esas experiencias cotidianas las que constituyen el alma de la película, su esqueleto, las que permitirán que, cuando las emociones afloren, se sacudan los cimientos de todos los personajes. Y de los espectadores también.

El medio siglo transcurrido parece transformar al personaje de Léaud en un hombre entre pedante y patético, un representante bastante banal del tipo creído de sí mismo que se supone la última coca (o whiscola) del desierto. Y por más encantador que Léaud sea –a su manera, con esos saltos tan ampulosos de voz que tiene, con ese ir y venir entre realismo y teatralidad, entre hablar y citar–, es imposible no ver hoy a Alexandre como un tipo insoportable, uno que de algún modo se merece lo que en un momento le toca. Lebrun es una revelación con un personaje que es un cúmulo de deseos, miedos y contradicciones. Una actriz casi desconocida entonces, no solo se despacha con un monólogo desgarrador, sino que presenta a un tipo de mujer que se deja llevar por sus impulsos pero luego se debate y se cuestiona lo hecho, incapaz de saber si el camino que recorre la lleva o no a algún lado. Lafont, para entonces ya una veterana de la Nouvelle Vague, intenta ser algo así como un faro, o al menos una suerte de contención de los desbordes de los otros. Pero en algún momento tampoco sabrá cómo lidiar con ese performático caos sentimental que la rodea y se romperá también.

La mamá y la puta es un retrato de su época, como a su manera lo fueron L’amour fou, de Rivette o Jeanne Dielman, de Chantal Akerman –o, en otro sentido, los primeros trabajos de Philippe Garrel y Maurice Pialat–, todas ellas películas-río separadas entre sí por poco más de un lustro, uno que marcó un recambio en el cine francés y el europeo. Sin ocuparse directamente de los grandes sucesos políticos o sociales de la época, la película de Eustache lo que hace es captar las vidas, en tiempo presente, de personajes treintañeros que, desilusionados de las experiencias previas, tratan de trasladar lo que quedó de ese politizado ímpetu a sus vidas privadas, intentando liberarlas y destrabarlas pero volviéndolas más complicadas de lo que eran. Las revoluciones, sean públicas o privadas, sucedan en las calles o en las camas, son caminos enredados y turbulentos que se cobran víctimas a cada minuto. Víctimas que no se enteran que lo son y que continúan viviendo el resto de sus vidas, vacías por dentro, como si nada hubiera sucedido.


CINÉPOLIS RECOLETA: Jueves 14, a las 19; Sábado 16, a las 16; Lunes 18, a las 19 y Martes 19, a las 16
CINE ARTE CACODELPHIA
: Jueves 14, a las 16.30 y Domingo 17, a las 16

Nota publicada originalmente en La Agenda de Buenos Aires