Estrenos: crítica de «El niño y la garza» (Kimitachi wa Dō Ikiru ka»), de Hayao Miyazaki

Estrenos: crítica de «El niño y la garza» (Kimitachi wa Dō Ikiru ka»), de Hayao Miyazaki

por - cine, Críticas, Estrenos
08 Ene, 2024 01:39 | 1 comentario

Tras la muerte de su madre en la Segunda Guerra Mundial, un niño se muda al campo con su padre y allí se enfrenta a una nueva y compleja realidad paralela. Ganadora del Globo de Oro al mejor film de animación. Estreno en Argentina: 11 de enero.

Un viaje en etapas, un recorrido entre mundos, submundos e inframundos, un paseo por realidades paralelas del Japón de posguerra, EL NIÑO Y LA GARZA es un film que vuelve sobre figuras visuales y narrativas de la filmografía de Hayao Miyazaki tratando de encontrar una síntesis que, a la vez, sea esperanzadora pero que no deje de reflejar las angustias del realizador, que aquí tienen que ver con su vida, con la época en la que transcurre la trama pero también con la actualidad. Es que los universos cruzados de Miyazaki –esa zona animista en la que la naturaleza cobra vida y se relaciona con lo que llamamos «mundo real», tan vista en EL VIAJE DE CHIHIRO pero también en sus otras películas– reflejan sin demasiado esfuerzo angustias que son profundamente contemporáneas.

Es la historia, con tintes autobiográficos, de un chico que pierde a su madre en la guerra y, en cierto modo, la busca por diversos inframundos conectados entre sí. Pero también la historia de un país atravesado no solo por las guerras sino por bombas atómicas, tsunamis, terremotos y otras desgracias que el cambio climático no ha hecho más que acrecentar. Es ese mundo –uno en el que la tierra tiembla, por distintos motivos, una y otra vez– en el que transcurre esta suerte de coming-of-age de un chico de doce años llamado Mahito Maki que debe superar un trauma, reconectarse con los suyos y, de algún modo, volver a tener fe en los otros, en el mundo que lo rodea.

Ganadora del Globo de Oro a mejor film de animación, EL NIÑO Y LA GARZA comienza como un drama de época. En un bombardeo a Tokio en plena Segunda Guerra Mundial –escenas que Miyazaki captura con inusual crudeza y un giro en su estilo tradicional de animación–, la madre de Mahito muere en el hospital en el que trabaja. Shoichi, su padre, un empresario que parece más interesado en su trabajo que en cualquier otra cosa, se lleva tiempo después a Mahito al campo, a comenzar una nueva vida. Allí los espera Natsuko, que es la hermana menor de su madre, con la que su padre ahora está en pareja –algo que era una tradición en varias culturas asiáticas– y con quien espera un hijo.

Para Mahito la llegada a ese lugar en apariencia apacible y bello no es del todo cómoda. Si bien tiene buena relación con Natsuko y con un grupo de media docena de «abuelitas» simpáticas y chismosas que trabajan en la casona, los cambios son demasiados y muy bruscos. Su padre nunca está, en el colegio al que empieza a ir lo tratan mal y hasta decide autolesionarse para evitar seguir yendo a clases. En medio de todo esto, una enorme garza gris parece observar todo lo que le sucede de un modo cada vez más cercano. Hasta que finalmente se presenta. Y no tiene nada que ver –o al menos, no de entrada– con ese animal amigable que, uno imagina, lo ayudará a atravesar su incómodo momento. Más bien, todo lo contrario.

A partir de allí EL NIÑO Y LA GARZA entra en un territorio desconocido, esa zona del cine de Miyazaki en la que lo espiritual, lo natural y lo psicodélico se cruzan con lo psicológico y lo histórico. Habrá desapariciones misteriosas que llevarán a Mahito y a la garza en cuestión a internarse en mundos inexplorados, realidades paralelas que existen detrás de puertas, al fondo de viejas bibliotecas o pasando barreras que nos hacen dejar de lado el mundo que conocemos para adentrarnos en otros que tienen reglas diferentes, que solo tienen algunos puntos de contacto con las que conocemos.

A partir de allí, la película propone un viaje característico a la obra del director de LA PRINCESA MONONOKE, una profundización de una experiencia que se asemeja a la onírica, una que va llevando a Mahito a toparse con distintos personajes que funcionan en un mundo con otra lógica, personajes que pueden o no tener relación con los del «mundo real» (manifestaciones distintas de un mismo ser, digamos) y que le van proponiendo al protagonista distintos desafíos personales a ser superados. No se trata de un retrato edulcorado ni mucho menos –en la mirada de Miyazaki el mundo de los animales y otras raras criaturas no es necesariamente más benévolo que el otro–, sino uno que le presenta a Mahito elecciones que deberían llevarlo a un camino de superación, que no solo es de índole personal.

De 83 años recién cumplidos, Miyazaki parece con EL NIÑO Y LA GARZA hacer un cierre a su carrera profesional, una que había abandonado –o eso dijo en su momento– luego de EL VIENTO SE LEVANTA, estrenada una década atrás, en 2013. Su nueva película, que es la más seria candidata al Oscar en su categoría, es una demostración de que no ha perdido un ápice de su talento. Más bien, por el contrario. Da la impresión que al llegar a cierta edad –y quizás a partir de determinadas reflexiones o de revisar su historia de vida–, el realizador ha dejado de lado los excesos más barrocos de su última producción para ser más directo, siempre dentro de su estética y filosofía, respecto a su mirada del mundo. Y en cierto modo también más amargo.

Es que la dichosa armonía que los protagonistas de sus películas buscan se vuelve, aquí, un desafío casi imposible de sobrellevar, una batalla casi perdida. Es un film que parece decir que sobre las ruinas de una civilización –violentada a lo largo de la historia tanto por la mano del hombre como por la furia de la propia naturaleza– se puede empezar a construir otra, lograr que una cultura renazca de sus propias cenizas. Si hay algún legado en EL NIÑO Y LA GARZA, y en el cine de Hayao Miyazaki en general, quizás sea ese: aún frente a las más terribles adversidades, seguir apostando por la imaginación.