Estrenos: crítica de «El teorema de Marguerite» («Le théorème de Marguerite»), de Anna Novion
Tras cometer un error en una fórmula en la que estuvo trabajando años, una estudiante de Matemática decide dejar de lado su vocación y empezar una nueva vida. Estreno: 4 de enero.
Quizás sea un cliché, pero a la larga también hay algo cierto de que mucha de la gente que se dedica a la Matemática pura y dura –me refiero al desarrollo de teorías, a probar conjeturas y cosas por el estilo– no son necesariamente las personas más sociables o conectadas emocionalmente con los demás y con el mundo. Parecen vivir en un planeta de abstracción pura donde todas son fórmulas y deducciones y más fórmulas. Marguerite (Ella Rumpf) es una de esas personas, al punto que cuando la conocemos parece funcionar en una zona que coquetea con el trastorno autista: genial en lo suyo pero casi incapaz de comunicarse con los otros o participar socialmente en casi nada.
Ella es una de las mejores estudiantes de la prestigiosa Ecole Normale Supérieure y tiene todo para consagrarse en su campo de estudio. Su mentor es un famoso profesor llamado Werner (interpretado por el veterano Jean Pierre Darroussin) y ella se dedica casi exclusivamente a trabajar sobre la Conjetura de Goldbach, que es uno de los problemas matemáticos más antiguos entre los que están «abiertos». Es decir: no comprobados a través de fórmulas fehacientes e indiscutibles. ¿De qué va la Conjetura en cuestión? Dice más o menos así: «Todo número par mayor que 2 puede escribirse como suma de dos números primos». En términos específicos de la trama no importa mucho (salvo que el espectador sea matemático y entienda lo que escriben en las pizarras), pero sí tendrá su sentido en cuanto a los temas de la película.
La chica tiene que hacer una presentación pública de sus avances teóricos en la universidad y, al hacerlo, uno de los matemáticos en la audiencia se da cuenta que su complejo análisis tiene un error grave. Marguerite entra en crisis y sale corriendo. Su profesor se enoja con ella –por el error y por haberse ido así de la clase– y dice que no seguirá siendo su tutor. Peor que eso. De ahora en adelante se dedicará a apoyar a Lucas (Julien Frison), que no es otro que el que le hizo notar el error. «No es nada personal», le dice el profesor pero la chica explota y al otro día renuncia a todo: al estudio específico, a la carrera, a un futuro en las Matemáticas.
Allí comienza otra vida para Marguerite, o eso es lo que imagina. Alquila un cuarto en la casa de una bailarina negra (Sonia Bonny), que tiene una vida opuesta a la suya –gregaria, divertida, sensual–, en un barrio multiétnico que nada tiene que ver con el mundo en el que se movía. La chica quiere adaptarse (salir, beber, conocer gente, tener sexo) pero por lo general actúa de un modo un tanto raro para las costumbres de los veinteañeros (a veces es brutalmente directa e incomoda a los otros) y tampoco parece hallarse del todo por ahí. Lo que sucede es que descubre que, quizás, haya una manera de combinar las matemáticas con el mundo en el que ahora se mueve. Una un tanto más ilegal que la universitaria pero que le dará mucho dinero: jugando al mahjong.
EL TEOREMA DE MARGUERITE circulará por esos mundos: el de sus ex profesores y colegas de estudios, y uno nuevo de gente joven, salidora y un tanto irresponsable. Para Marguerite la aparición de un colega como Lucas que es tan o más capaz que ella la deja tambaleando en términos profesionales y no podrá desentenderse del todo de él y de Werner. Su madre (Clotilde Courau), profesora de Matemáticas, no entenderá su decisión y a lo largo de la película la chica deberá, metáforas más metáforas menos, probar eso que dice la fórmula: que todos los pares se integran con números primos.
Tras una primera hora impecable, que va explorando lo que pasa por la cabeza de la fascinante protagonista y permitiendo que el espectador entienda la manera en la que se conecta con el mundo, con la ciencia y con sus propias contradicciones, la película empieza a perder un tanto el rumbo en su segunda mitad. Sin llegar a tirar por la borda lo logrado hasta ese momento –Novion es inteligente y sabe ir más allá de los requisitos forzados de un guión sobrescrito a ocho manos–, ya para la resolución del asunto, la trama parece haber entrado en una espiral un tanto excesiva, de esas que la acercan más a las fórmulas si se quiere «hollywoodenses» que a las matemáticas.
Las apuestas de su tercer acto coquetean con el suspenso y el drama romántico de una manera demasiado armada y convencional. Si la película fuera toda así desde el principio se sentiría más lógico –uno la tomaría como parte de una propuesta más directamente comercial–, pero de entrada Novion parece proponer otra cosa, algo más extraño, inquietante y hasta misterioso. Hasta ahí el suyo es un drama psicológico creíble que pone en discusión la relación entre las obsesiones individuales y la vida en sociedad, que nos enfrenta a los límites y problemas con los que se encuentran aquellas personas que viven encerradas en su mundo de intereses y pensamientos, y a los que les cuesta hacer entrar a los demás o abrirse hacia ellos. De todos modos, pese a los moños y giros de más del final, las ideas permanecen en la cabeza del espectador.