Estrenos: crítica de «La garra de hierro» («The Iron Claw»), de Sean Durkin
Este drama deportivo cuenta la historia real de los hermanos Von Erich, que hicieron historia en el mundo competitivo de la lucha libre profesional a comienzos de la década de 1980. Estreno en cines: 9 de mayo.
A lo largo de su carrera, Sean Durkin nos ha acostumbrado a historias densas y oscuras, no solo por lo que cuentan sino por la manera que tiene de hacerlo, metiéndose en las zonas más tenebrosas y complicadas de sus protagonistas, que siempre son más retorcidos de lo que en principio parecen ser. A través de películas suyas como MARTHA MARCY MAY MARLENE, THE NEST y algunas que produjo (como AFTERSCHOOL, SIMON KILLER o CHRISTINE, las tres dirigidas por Antonio Campos), Durkin suele asomarse al abismo de personas que, por decirlo livianamente, no la pasan demasiado bien ni se lo hacen pasar a los demás.
LA GARRA DE HIERRO, título que hace referencia a una «sumisión» de la lucha libre profesional pero que en el fondo habla de otra cosa, puede presentarse como un drama deportivo basado en un caso real pero en el fondo no es más que una tragedia clásica –norteamericana en los hechos pero griega en espíritu y circunstancias–, el áspero retrato de una familia dedicada a ese deporte que atravesó una serie de brutales e inesperadas desgracias en sus años de mayor fama y popularidad, durante los ’80 y parte de los ’90.
Conocidos como los Von Erich –se recomienda no googlear ni buscar su historia en Wikipedia si uno desconoce lo que sucedió–, eran un grupo familiar que vivía por y para la lucha libre, empezando por el patriarca Fritz (Holt McCallany, de MINDHUNTERS), un conocido luchador en los años ’60 de ese deporte/espectáculo –muy popular en Estados Unidos– que montó su propia asociación en Texas y, ya retirado, quiso que todos sus hijos siguieran sus pasos. Y los educó con firmeza, severidad y con ese clásico mantra de los padres dominantes y exigentes: la vida es una competencia, ganar es lo único que importa, los hombres no lloran, los sentimientos no se muestran en público, su ruta.
El protagonista es el mayor de todos, Kevin (Zac Efron con meses de gimnasio y embadurnado hasta los tobillos), quien más potencia tiene para ser el heredero. Pero lo que Kevin tiene en fuerza física le falta en dotes de showman, ese elemento necesario para ser exitoso en este deporte que funciona más como espectáculo teatral. Eso lo tiene David (Harris Dickinson), el segundo, no tan fuerte como Kevin pero más locuaz y simpático. El tercero es Kerry (la estrella de THE BEAR, Jeremy Allen White), que se dedica al lanzamiento de disco pero regresa al hogar cuando Estados Unidos decide no ir a los Juegos Olímpicos de Moscú en 1980 y pronto se mete en «la lucha». El cuarto es Mike (Stanley Simons) quien prefiere tocar la guitarra con su banda que seguir los pasos de sus hermanos, aunque le será imposible escapar de las garras de su padre.
Es que Fritz está obsesionado con que uno de sus hijos logre el título mundial que a él se le negó e iniciará entre ellos una competencia interna un tanto perversa que saldrá todo lo mal que puede salir algo. Kevin, que se pone de novio con Pam (Lily James), está convencido que la familia está maldita y que la muerte a los cinco años de su hermano mayor es la prueba de eso. Y si bien no parece ser otra cosa que una superstición, pronto los hechos parecerán empezar a darle la razón. ¿Pero es realmente una maldición cuando las cosas terribles que empiezan a suceder no son necesariamente casuales sino, directa o indirectamente, motivadas por una forma de actuar, de educar y de entender la competencia como la única motivación en la vida?
En LA GARRA DE HIERRO sucederán muchas cosas graves, tristes y terribles que descubrirán al verla. Y si uno investiga el caso real notará que la historia fue aún peor y que Durkin sacó ciertas cosas porque le pareció que iba a ser demasiado para los espectadores. Más allá de los eventos trágicos que atravesó la familia –maldición o no–, el realizador pone el ojo en esa brusca educación hipermasculinizada que solo valora triunfadores y exige sumisión a toda costa. Si bien los hijos, salvo el más pequeño, tienen incorporado ese deseo de triunfar como luchadores, se trata de algo claramente adquirido a través de años y años de «adoctrinamiento» psicológico por parte de un padre demandante y de una madre (Maura Tierney) que prefiere ocuparse de los quehaceres domésticos y jamás se mete en los «asuntos de hombres».
Pero, salvo en algún momento sobre el final, Durkin no organiza con esto una serie de enfrentamientos verbales entre padre e hijos o entre hermanos. La presión va por dentro, es silenciosa y psicológica, incomoda y brutaliza. Los hermanos se adoran entre sí, pero Fritz los pone en conflicto todo el tiempo. Y a partir de esas decisiones terminan sucediendo muchas de las tragedias. En LA GARRA DE HIERRO la maldición no es algo sobrenatural ni místico, no tiene componentes extravagantes ni externos. Es esa misma y brutal crueldad que hoy parece celebrarse en muchos sectores de la sociedad: la de suponer que competir, ganar y aniquilar al otro es lo único que importa en la vida.
Al realizador le interesó contar esta historia como fan de la lucha libre, pero la estética de la película no reproduce –salvo en contadísimas ocasiones y más que nada en los luchadores que los enfrentan–, el lado más circense de ese deporte. Su universo está más cerca del de películas como EL LUCHADOR, FOXCATCHER –o hasta TORO SALVAJE— que del imaginario más pop y bizarro que suele acompañar a las historias ligadas a este mundillo. Y la banda sonora de hard rock y country de los ’70 (Blue Öyster Cult, Rush, Tom Petty, Eddie Money) sostiene esa postura masculina hasta el último suspiro. Durkin ve la lucha en sí como una puesta en escena de los conflictos no dichos entre padre e hijos, un teatro público en el que dirimir sus atragantadas disputas. Un ring en el que se pierde (muchas) más veces de las que se gana.