Venecia 2024: «Why War», de Amos Gitai (Fuera de competición)
A mediados de 1932, Albert Einstein escribió una carta a Sigmund Freud para interesarlo en el problema de la guerra. La respuesta no se hizo esperar. El físico y el padre del psicoanálisis esbozaron a través de ambas misivas sus ideas e intentaron desentrañar las crecientes motivaciones de la humanidad para ejercer la violencia contra su propia condición.
A mediados de 1932, Albert Einstein escribió una carta a Sigmund Freud para interesarlo en el problema de la guerra. La respuesta no se hizo esperar. El físico y el padre del psicoanálisis esbozaron a través de ambas misivas sus ideas e intentaron desentrañar las crecientes motivaciones de la humanidad para ejercer la violencia contra su propia condición. Ambas cartas fueron publicadas por primera vez en 1958 en Italia.
A partir de esa correspondencia, Amos Gitai hizo una película que toma como base el ataque de Hamas a Israel, pone a actores a escenificar en una sala teatral estas misivas y a la actriz Irene Jacob a hacer algo así como una performance física y gestual sobre la violencia y los conflictos bélicos mientras una orquesta toca versiones fúnebres de temas religiosos. La película no es buena. Pero las cartas sí lo son. Es por eso que, en vez de perder el tiempo analizando los (muchos) problemas de la película, aprovecho la oportunidad para poner aquí una versión resumida –por mí, pueden buscar las versiones completas online– de ambas cartas y las interesantes reflexiones que pusieron en marcha.
Caputh, cerca de Postdam, 30 de julio de 1932
Querido Señor Freud:
Estoy muy contento de haber tenido oportunidad de discutir en un libre intercambio de puntos de vista con una persona de mi agrado un problema libremente escogido, ocasión única para charlar con usted de la cuestión que, en el estado actual de las cosas, me parece la más importante para el mundo civil: ¿existe un medio de liberar a los hombres de la maldición de la guerra? La convicción de que, a través de los progresos de la técnica, tal cuestión se ha hecho de una importancia vital para la civilización humana, se ha abierto camino casi en todos, pero a pesar de ello los esfuerzos ardientes por resolverla siguen siendo fallidos en una proporción alarmante.
En lo que me concierne personalmente, la orientación habitual de mi pensamiento no me abre ninguna visión sobre las profundidades de la voluntad y del sentimiento humanos, de tal manera que en el intercambio de puntos de vista aquí propuesto yo casi no puedo hacer más que tratar de centrar el problema y proporcionarle la oportunidad de iluminar la cuestión desde el ángulo de su profunda conciencia de los impulsos vitales del hombre. Confío en que usted podrá indicar medios de educación capaces de eliminar de un modo no político, por decirlo así, ciertos obstáculos psicológicos que el profano en psicología puede, sí, imaginar, pero cuyas conexiones y mutabilidad no sabe valorar.
Puesto que yo soy un hombre libre de prejuicios nacionalistas, el lado exterior y organizativo del problema me parece fácil: los Estados crean una autoridad legislativa y judiciaria para el arreglo de todos los conflictos que puedan surgir entre ellos. Se comprometen a someterse a las leyes instauradas por las autoridades legislativas, a recurrir a la Corte en todos los casos controvertidos, a conformarse incondicionalmente a sus decisiones y a llevar a cabo todas aquellas medidas que la Corte juzgue necesarias para traducir tales decisiones en realidades. Ya en este punto encuentro la primera dificultad. Una Corte es una institución humana, que puede estar tanto más inclinada a hacer accesibles sus propias decisiones a influjos extrajudiciales cuanto menor sea la potencia de que dispone para hacer aplicar las decisiones mismas. Así se me presenta espontáneamente la primera comprobación: el camino de la seguridad internacional pasa a través de la renuncia incondicional de los Estados a una parte de su libertad de acción y, por ende, de su soberanía, y parece fuera de duda que no hay otro camino para alcanzar esta seguridad.
Una ojeada al constante fracaso de las tentativas de los últimos decenios por alcanzar este objetivo, hace intuir que están en juego poderosas fuerzas psicológicas que paralizan estos esfuerzos. Algunas de estas fuerzas actúan sin embozo. La voluntad de poder de la clase dirigente de un Estado se opone a una limitación de sus derechos de soberanía. Esta «voluntad de poder político” es alimentada a menudo por una veleidad de poder de otra categoría que se manifiesta en el plano material económico. Con esto quiero referirme sobre todo a los grupos que se encuentran en el interior de todo pueblo, pequeños pero resueltos, y libres de todo escrúpulo, de aquellos hombres para quienes la guerra, fabricación y comercio de armas no constituyen sino una ocasión propicia para conseguir ventajas personales y extender su esfera de poder personal.
Esta simple comprobación representa sólo un primer paso hacia la comprensión del conjunto del problema. Surge inmediatamente la pregunta: ¿cómo es posible que una minoría logre someter a sus deseos a la masa del pueblo, que en una guerra sólo tiene qué perder y de qué sufrir? Aquí la respuesta más obvia parece ser: la minoría que está alternativamente en el poder tiene en sus manos ante todo la escuela, la prensa y muy a menudo también las organizaciones religiosas. A través de estos medios domina y dirige los sentimientos de la gran masa y hace de ésta su propio instrumento.
Pero tampoco esta respuesta agota el conjunto del problema, pues se presenta la cuestión: ¿cómo es posible que la masa se deje, con estos medios, inflamar hasta el frenesí y el sacrificio de sí misma? La respuesta sólo puede ser la siguiente: existe en el hombre una necesidad de odio y de destrucción. Esta tendencia, en tiempos normales, es sólo latente, y sale a luz en momentos excepcionales; pero puede ser con relativa facilidad despertada y elevada a psicosis de masa. Aquí parece esconderse el problema más íntimo de todo el nefasto complejo de influencias. Este es el punto que sólo el gran entendedor de los instintos humanos puede esclarecer.
Esto conduce a una última cuestión: ¿existe una posibilidad de enderezar el desarrollo psíquico de los hombres de modo que se los haga capaces de resistir a las psicosis de odio y de destrucción? Y no pienso sólo en la llamada gente inculta. La experiencia me ha enseñado que son más bien los llamados «intelectuales» los que sucumben más fácilmente a las sugestiones colectivas, porque éstos no suelen abrevar directamente en la vida vivida, y sí en cambio se dejan seducir del modo más cómodo y completo en el lazo del papel impreso.
Para concluir, añadiré que he hablado hasta ahora sólo de la guerra entre Estados, es decir de los llamados conflictos internacionales. Me doy cuenta de que la agresividad humana se manifiesta también en otras formas y en otras condiciones (por ejemplo la guerra civil, en otro tiempo por causas religiosas, hoy por causas sociales, persecuciones de minorías nacionales). Pero he puesto en evidencia, a sabiendas, la forma más representativa y más nefasta, por ser la más desenfrenada, de conflicto entre comunidades humanas. No ignoro que en sus escritos usted ha contestado ya a todas estas cuestiones. Pero será de gran utilidad si usted presenta el problema de la pacificación del mundo a la luz de sus nuevos conocimientos científicos, ya que semejante presentación podrá ser el punto de partida de fecundas fatigas.
Con la máxima cordialidad le saluda,
A. Einstein
Viena, septiembre de 1932
Querido Señor Einstein:
Usted toma como punto de partida la relación entre justicia y poder. Este es ciertamente el arranque justo para nuestra indagación. ¿Me es lícito sustituir la palabra «poder» por otra más cruda y dura: «violencia»? Justicia y violencia son hoy para nosotros antitéticas. Es fácil demostrar que la una proviene de la otra, y si volvemos a los primeros principios y observamos bien cómo sucedió esto por primera vez, la solución del problema nos salta a la vista sin esfuerzo.
Los conflictos de intereses entre los hombres son decididos por regla general mediante el empleo de la violencia. Así sucede en todo el reino animal, del cual el hombre no debería excluirse; para el hombre, sin embargo, se añaden a éstos, conflictos de opiniones, que alcanzan hasta las supremas alturas de la abstracción y parecen exigir una técnica diferente de decisión. Pero ésta es una complicación ulterior. Inicialmente, en una pequeña horda de hombres, era la fuerza muscular la que decidía a quién debía pertenecer una cosa o la voluntad de quién se debería seguir. La fuerza muscular pronto es aumentada y sustituida por el uso de las armas; vence quien tiene las mejores armas o quien mejor sabe manejarlas. Con la introducción de las armas la superioridad intelectual empieza ya a ocupar el lugar de la grosera fuerza muscular; la meta final de la lucha sigue siendo la misma; una de las partes debe ser obligada, mediante los daños que le son infligidos y la parálisis de sus fuerzas, a abandonar sus pretensiones o la resistencia a las pretensiones ajenas. Esto se obtiene de modo duradero cuando la violencia elimina para siempre al adversario, es decir cuando lo mata. Hay así dos ventajas: que el adversario no puede reanudar su posición, y que su suerte desalienta a los demás para seguir su ejemplo. Además, la muerte del enemigo satisface una inclinación instintiva que será mencionada más abajo.
Esta es pues la situación originaria, el dominio del poder superior, de la violencia brutal y sostenida por la inteligencia. Sabemos que este régimen se ha modificado en el curso del progreso, y que se encontró un camino para pasar de la violencia a la justicia: pero ¿cuál? Sólo uno, a mi parecer. Este pasaba a través del hecho de que la mayor fuerza del hombre podía ser contrarrestada por la reunión de varios débiles. «L’unión fait la force». La violencia es quebrantada por la unión, la fuerza de los débiles representa ahora el derecho en contraste con la violencia del individuo singular. Vemos así que el derecho es la fuerza de una comunidad. Sigue siendo aún violencia; dispuesta a volverse contra todo individuo que se le oponga, opera con los mismos medios y persigue los mismos fines; la diferencia está, en verdad, en el hecho de que no es ya la violencia de un individuo singular la que se hace valer, sino la de la comunidad.
Pero para que se cumpla este paso de la violencia a un nuevo derecho se necesita que una condición psicológica sea satisfecha: la unión de los más debe ser estable y duradera. Si se formase únicamente con el fin de luchar contra un prepotente y se deshiciese después de haberlo sometido, no se habría concluido nada. La comunidad debe mantenerse, organizarse, crear reglamentos que prevengan las temidas revueltas, instituir órganos que velen por la observancia de los reglamentos (leyes) y cuiden de la ejecución de las medidas de fuerza legal. En el reconocimiento de semejante comunidad de intereses se crean entre los componentes de un grupo unitario de hombres vínculos de afecto, sentimientos de solidaridad, en los cuales reside su verdadera fuerza.
Usted se maravilla de que sea tan fácil entusiasmar a los hombres para la guerra, y sospecha que actúa en ellos alguna cosa, un impulso hacia el odio y la destrucción, que secunda esta instigación. Una vez más, no puedo sino estar de acuerdo. Creemos en la existencia de semejante impulso y nos hemos esforzado estos últimos años en estudiar sus manifestaciones. Pero permítaseme a este respecto exponer una parte de la teoría de los impulsos a la que hemos llegado, con el psicoanálisis, después de muchas vacilaciones y tentativas. Consideramos que los impulsos del hombre son sólo de dos géneros, es decir, aquellos que tienden a conservar y unir (los llamamos eróticos o sexuales con voluntaria extensión del concepto popular de sexualidad), y aquellos que quieren destruir y matar: estos últimos los comprendemos bajo la clasificación de instinto de agresión o de destrucción. En realidad, esta no es sino la transposición teórica del conocido contraste entre amor y odio, que tal vez mantiene con la polaridad de atracción y repulsión una relación de origen que sostiene una parte en el campo que le interesa.
Ahora bien, no debemos empeñarnos apresuradamente en valoraciones de bien o de mal. Cada uno de estos impulsos es tan imprescindible como el otro, y de la acción concomitante y opuesta de ambos resultan los fenómenos de la vida. Pero parece que casi nunca un impulso de un género puede actuar aisladamente; va siempre unido a cierta dosis de la otra parte, de manera que forma lo que nosotros llamamos una liga, que modifica su objetivo y en ciertos casos sólo ella hace posible su logro. Así por ejemplo, el instinto de conservación es ciertamente de naturaleza erótica, pero cabalmente debe poder disponer de la agresión para realizar su propósito. Igualmente el impulso amoroso dirigido a un objeto determinado necesita un añadido de instinto de presa si quiere entrar en posesión de su objeto. La dificultad de aislar los dos géneros de impulsos en sus manifestaciones, precisamente, nos ha impedido así durante mucho tiempo reconocerlos.
Así, cuando los hombres son incitados a la guerra, puede responder en ellos, consintiendo, toda una serie de motivos, nobles y bajos, de algunos de los cuales se habla en voz alta, mientras que otros se callan. No tenemos posibilidad de ponerlos todos al desnudo. El placer de destruir y de matar está sin duda entre ellos; innumerables atrocidades de la historia y de la vida cotidiana confirman su existencia y su fuerza. La amalgama de estas tendencias destructivas con otras eróticas facilita naturalmente su satisfacción.
Quisiera detenerme un instante en nuestro instinto de destrucción. Después de muchas meditaciones, hemos llegado efectivamente a la concepción de que este impulso actúa en el interior de todo ser vivo y tiene tendencia a conducirlo a la exterminación. Merecería seriamente el nombre de impulso de muerte, mientras que los impulsos eróticos representan el ímpetu vital. El impulso de muerte se hace instinto de destrucción, cuando, con la ayuda de órganos especiales, se vuelve hacia el exterior, contra los objetos. Se puede decir que el ser vivo preserva su propia vida destruyendo la ajena. Cierta dosis de impulso de muerte permanece sin embargo activa en el interior del ser vivo, y hemos intentado demostrar la derivación de toda una serie de fenómenos normales y patológicos precisamente a partir de esta compenetración del instinto de destrucción. Incluso hemos cometido la herejía de explicar la formación de nuestra conciencia por esta vuelta de la agresión hacia el interior.
Partiendo de nuestra mitológica teoría de los impulsos, no es fácil encontrar una fórmula que indirectamente abre un camino a la lucha contra la guerra. Si la inclinación hacia la guerra es un desahogo del instinto de destrucción, es lógico reunir contra ésta al antagonista de este instinto, el impulso erótico. Todo lo que sirve para crear vínculos de sentimiento entre los hombres debe tener eficacia contra la guerra. Estos vínculos pueden ser de diversos géneros. Ante todo, relaciones hacia un objeto de amor, aunque sea sin fines sexuales. El psicoanálisis no tiene que avergonzarse de hablar, en este caso, de amor, puesto que la religión enseña lo mismo: Ama a tu prójimo como a ti mismo. Esto es fácil de pedir, pero difícil de hacer. El otro género de vínculo sentimental se obtiene mediante la identificación en el sentido antes indicado. Todo lo que produce comuniones importantes entre los hombres suscita tales sentimientos de solidaridad, o identificaciones. Sobre ellos se basa en buena parte el desarrollo de la sociedad humana.
Quisiera tratar aún una cuestión que no está planteada en su escrito y que me interesa particularmente. ¿Por qué nos indignamos tanto contra la guerra? ¿Por qué no la aceptamos como una más de las muchas situaciones penosas de emergencia de la vida? La respuesta será que la guerra es inaceptable porque cada hombre tiene derecho a su propia vida, porque la guerra aniquila existencias humanas ricas de esperanza, pone a los hombres individuales en situaciones deshonrosas, los obliga a matar a otros contra su propia voluntad, destruye preciosos valores materiales producto del trabajo humano, y así sucesivamente. Se puede añadir que la guerra en su forma actual no ofrece ya ninguna oportunidad de realizar el antiguo ideal heroico, y que en una guerra futura, como consecuencia del perfeccionamiento de los medios de destrucción, significaría el exterminio de uno o tal vez de ambos adversarios. Todo esto es verdad y parece tan incontestable que lo único asombroso es que la idea de guerrear no haya sido todavía repudiada por acuerdo general de la humanidad.
Creo que el motivo principal por el que nos indignamos contra la guerra es que no podemos dejar de hacerlo. Somos pacifistas porque debemos serlo por razones orgánicas. Entonces se nos hace fácil justificar con argumentos nuestra actitud. Esto exige sin embargo una explicación. He aquí cómo lo entiendo yo: desde tiempos inmemoriales se prolonga a través de las generaciones de los hombres el proceso del desarrollo cultural. (Ya sé que otros prefieren llamarlo civilización.) A este proceso debemos las mejores cualidades que hemos alcanzado hoy y una buena parte de los defectos de que sufrimos. Sus causas y sus principios son oscuros, su éxito incierto, algunos de sus caracteres fácilmente individualizables. Tal vez lleve a la extinción del género humano, puesto que daña en más de una manera la función sexual. Tal vez este proceso puede parangonarse con la domesticación de ciertas familias de animales; sin duda trae consigo modificaciones fisiológicas; no se está familiarizado todavía con la idea de que el progreso de la civilización sea un proceso hasta tal punto orgánico.
Las modificaciones psíquicas que acompañan el proceso de civilización son evidentes e inequívocas. Consisten en una progresiva desviación de las tendencias instintivas y limitaciones de los estímulos instintivos. Sensaciones que eran voluptuosas para nuestros progenitores se han hecho para nosotros indiferentes o acaso insoportables; no carece de motivos orgánicos el hecho de que nuestras exigencias ideales en materia de ética y de estética hayan cambiado. Entre las características psicológicas de la civilización, dos parecen las más importantes: el reforzamiento del intelecto, que empieza a dominar sobre la vida instintiva, y la introversión de la tendencia a la agresión, con todas sus consecuencias ventajosas y peligrosas.
Ahora bien, la guerra contrasta del modo más estridente con las actitudes psíquicas que el proceso de civilización nos impone. Por eso debemos indignarnos contra ella, simplemente porque no podemos ya soportarla. No se trata sólo de una aversión intelectual y afectiva, sino que para nosotros los pacifistas es una intolerancia constitucional, por decirlo así, una intolerancia agrandada al máximo. ¿Cuánto tendremos que esperar todavía a que también los otros se hagan pacifistas? No es posible decirlo, pero tal vez no es una esperanza utópica que el influjo de estos dos elementos, la actitud cultural y el miedo justificado a los efectos devastadores de un conflicto futuro, pongan fin en una época no lejana al uso de la guerra. Por qué caminos o rodeos, no podemos adivinarlo. Mientras tanto, podemos decirnos que todo lo que promueve el progreso de la civilización trabaja también contra la guerra.
Le saludo cordialmente y le ruego perdonarme si mis elucubraciones han defraudado sus esperanzas.
Suyo,
S. Freud