Festival de Mar del Plata 2024: crítica de «La cocina», de Alonso Ruizpalacios
El nuevo film del realizador de «Museo» retrata el caos de una cocina en el Times Square neoyorquino en la que trabajan muchos inmigrantes. Con Raúl Briones y Rooney Mara.
Las cocinas de los restaurantes de grandes ciudades son micromundos en los que se puede encontrar todo tipo de personas. Más aún que en cualquier trabajo de oficina, algunos restaurantes suelen ser estaciones de paso y, en ciertas situaciones, funcionan como “crisol de razas”, con un gran predominio de inmigrantes, en muchos casos “indocumentados”, haciendo trabajos que en muchos casos dejarán cuando consigan algo mejor. Sucede ahora pero sucedía igual medio siglo atrás. LA COCINA, la película del mexicano Alonso Ruizpalacios, es una adaptación a una difusa actualidad de la obra teatral THE KITCHEN, escrita por Arnold Wesker en 1957 y que ya fue llevada al cine en 1961 por James Hill. Con algunas modificaciones narrativas específicas y otras ligadas a los cambios de época, el film del director de GÜEROS conserva en varias situaciones un formato teatral, uno que el realizador trata cada vez que puede de romper mediante escenas que podríamos calificar como de “alto riesgo cinematográfico”.
En lo profundo, LA COCINA cuenta una historia tradicional, clásica. Lo que Ruizpalacios hace es intentar renovarla desde la forma, muchas veces exagerando su apuesta en un combo de intensidad actoral, gritos, movimientos de cámara ampulosos o montaje furioso –dependiendo de las circunstancias– que termina aturdiendo al espectador. Si bien se trata de un escenario que necesita algún tipo de energía cinematográfica extra para distanciarlo de un marco teatral, el realizador transforma a la cocina de un restaurante del Times Square neoyorquino en un caos cacofónico que convierte a los protagonistas de la serie EL OSO en niños inocentes. Acá todo se grita, todo se intensifica y raramente la rueda se detiene. No solo la del restaurante –que tiene esa tensión por la propia lógica de su funcionamiento– sino la de la película en sí, que duplica y hasta triplica esa virulencia. Si a eso se le suma algunos “recursos poéticos” que Ruizpalacios aplica aquí y allá, LA COCINA por momentos termina bordeando el territorio del cine de Paolo Sorrentino o Alejandro González Iñárritu, algo que no aparecía en sus más frescas y ligeras películas previas.
Nuestro ingreso a ese mundo es una tal Estela (Anna Díaz), una chica recién llegada de México a Nueva York, que viaja en metro a Manhattan con la idea de entrar a trabajar a The Grill, uno de esos mega-restaurantes turísticos que funcionan en el corazón de la ciudad. Tras una serie de confusiones y enredos –la chica no habla ni una palabra de inglés y eso no facilita las cosas–, Estela consigue trabajo en la enorme cocina del restaurante, una en la que parecen trabajar dos docenas de personas a los que hay que sumar a los que trabajan al frente del lugar, como mozas y recepcionistas. Una vez allí, Estela se ubica al lado de Pedro (Raúl Briones), un conocido de su infancia cuya madre le recomendó buscarlo para trabajar con él. Se trata de un tipo entre divertido y agresivo, siempre al borde del ataque de nervios, simpático por momentos y un tanto violento en otros, algo que disimula gracias a su humor. A su modo es el líder de los “mexicanos” (no todos son mexicanos pero así los llaman), el grupo más grande de trabajadores de esa cocina. Pero también hay varios árabes, del Este de Europa y afroamericanos. Más allá de alguna excepción, los norteamericanos están al frente, como cara visible de The Grill.
De todos los que trabajan de ese otro lado, la película pone su mirada en Julia (Rooney Mara), una camarera que ha quedado embarazada de Pedro, con el que tiene una relación ocasional. El conflicto principal que lleva la trama de las narices tiene que ver con un faltante de 800 dólares en la recaudación del día previo y en la curiosa investigación que llevan adelante el dueño del restaurante Rashid (Oded Fehr) y su “mano derecha” Luis (un mexicano-americano, residente en el país) para saber quién se robó ese dinero. A la par, lo que moviliza a los protagonistas pasa por el deseo de Julia de abortar y los intentos de Pedro de convencerla para que no lo haga. Estela, en tanto, una vez que empiece a adaptarse a los hábitos y locuras del lugar, pasará a segundo plano. Todo esto, claro, sucede a lo largo de un solo día.
A partir de esta construcción, LA COCINA desvía su atención a personajes secundarios, los hace enfrentarse o bromear entre sí, generando en un momento una secuencia veloz y furiosa en la que todos aprovechan para “putear” al otro en sus respectivos idiomas, una gracia bastante común en circunstancias multinacionales como esa. Mientras llegan los comensales y los trabajadores se preparan para la tensión de ese momento, Pedro y Julia van y vienen entre el afecto y la agresión, la comida y el sexo en lugares muy inconvenientes (más de uno dudará antes de entrar a un restaurante grande tras ver algunas de las cosas que hacen los que trabajan allí), ya que no parecen ponerse de acuerdo respecto a qué hacer con el embarazo y se ve que Pedro nunca escuchó la expresión “mi cuerpo, mi elección” o similares.
Todo se convertirá en un caos a la hora del almuerzo y otro, aún peor, en la cena, con una descontrolada serie de eventos que mejor no adelantar y que involucran a casi toda la cocina en una coreografía del desmadre que tiene más que ver con el formato de un musical que con otra cosa. En medio habrá, sí, escenas de relativa y poética calma en la que se irá terminando de poner sobre la mesa la temática central del film, ligada a la vida, las ilusiones, los sueños y pesadillas de los inmigrantes que llegan a los Estados Unidos. Esas escenas más clásicamente teatrales funcionarán como relativo descanso del enervante minuto a minuto de una cocina en la que todos gritan, todos se pelean y nadie parece muy interesado en “hacer amigos” o algo parecido. Si bien todos están, metafóricamente, en el mismo barco, no todos parecen tener la misma idea acerca de cómo llegar a destino.
En GÜEROS, MUSEO y UNA PELICULA DE POLICIAS, el realizador mexicano había demostrado ser un cineasta lleno de ideas visuales y narrativas, un iconoclasta explorador del lenguaje cinematográfico, capaz de darles a todas sus películas una energía y vitalidad muy propias y peculiares. Sus apuestas formales no siempre funcionaban, pero sus películas estaban vivas, se sentían vibrantes, creativas y, más que nada, ligeras, aún cuando las historias que contaban no necesariamente lo eran. Acá trata de conservar esa frescura –el personaje de Briones y muchos de sus colegas son máquinas de hablar y por momentos de maneras muy graciosas–, pero de a poco le va ganando un espíritu discursivo y ampuloso que no estaba en sus otros films. Y lo mismo pasa desde lo visual, recargando de sentido y de remanidos símbolos casi todo lo que toca.
Es, de todos modos, un cineasta creativo y original que no le teme a apostar fuerte y llegado el caso a errarle por mucho, pero su promedio de acierto en esta ocasión ha bajado bastante. Tampoco ayuda que Pedro, por más esfuerzos actorales de parte de Briones de convertirlo en un personaje simpático, termine siendo un tipo muy irritante y violento hasta con sus alienados pares, algo que debilita en más de un sentido su postura crítica respecto al mundo en el que le toca vivir. En una situación de capitalismo salvaje como la que viven los integrantes de esa cocina no viene muy bien que la mayoría de los propios sean igual o aún más insoportables que los jefes.