Series: reseña de «Como agua para chocolate», de Jerry Rodríguez y ‘Curro’ Royo (Max)
Esta miniserie se basa en la célebre novela de Laura Esquivel centrada en una conflictiva historia de amor –y de comidas– en el México de principios del siglo XX. Desde el 3 de noviembre, en Max.
A principios de la década de 1990, COMO AGUA PARA CHOCOLATE se convirtió en un suceso que comenzó por la literatura –con la premiada novela de Laura Esquivel, editada en 1989– y la posterior adaptación al cine que dirigió Alfonso Arau y que se estrenó, con muchísimo éxito, en 1992. Fue un fenómeno cultural-comercial que escapó a México y a América Latina para meterse en el mercado estadounidense y europeo de una manera que no muchas películas latinoamericanas lo habían hecho hasta entonces. La versión cinematográfica, de hecho, se convirtió en la película en idioma extranjero más taquillera de la historia en Estados Unidos hasta ese momento, con una recaudación de 21,6 millones de dólares.
Pero más que eso, el éxito de COMO AGUA PARA CHOCOLATE consolidó una suerte de fenómeno que, de distintos modos, permanece hasta hoy, tanto en la literatura como en las producciones audiovisuales, especialmente si ambas están conectadas entre sí. Se trata de una suerte de «sinergia comercial» que involucra a libros y películas (o series), pero que se manifiesta más que nada en otros ámbitos que este tipo de producciones habilitan. Me refiero al turismo (real y cultural), a la «creación de contenidos» y, especialmente en este caso, a la comida. A su modo, la serie que llega a las pantallas de Max el 3 de noviembre es una invitación a una idea de «México» que existe más en la mercadotecnia que en la realidad, una prolija y cuidada telenovela que sirve, más que cualquier otra cosa, como un simbólico golden ticket al consumo cultural.
La serie se estrena casi al mismo tiempo que las adaptaciones de dos novelas canónicas de la literatura latinoamericana –y más precisamente del realismo mágico– como son PEDRO PARAMO y CIEN AÑOS DE SOLEDAD (ambas de Netflix), lo cual hace imaginar que estamos ante una nueva era de esta idea comercial que inundará al mercado de productos ad hoc durante los próximos meses, quizás años. Como toda moda impuesta de arriba para abajo, su éxito dependerá de la calidad de cada uno de sus subproductos. Y si bien el marketing puede hacer mucho para tratar de imponer la construcción de un «fenómeno», si no hay de donde atajarse, todo se cae por su propio peso, se notan a las claras las intenciones.
A juzgar por los dos primeros episodios que fueron adelantados a la prensa de los seis que tiene COMO AGUA PARA CHOCOLATE, todo parece indicar que el plan está prolijamente tendido, que la miniserie mexicana –que cuenta con una gran producción internacional en la que participa Salma Hayek Pinault– está realizada de un modo apto para estos tiempos: prolija e impecable en lo formal y un tanto básica y simplista en casi todo lo demás. Es, como lo fue la película, una telenovela revestida de prestigio, un drama sentimental embadurnado de un conflicto socio-político, y una reivindicación de la lucha de las mujeres contra el poderoso patriarcado de principios de siglo en ese país.
En principio, es una historia de amor, dolor y, sobre todo, comida. Todo transcurre en el Estado de Coahuila, más precisamente en Piedras Negras, en la frontera con Texas. Y arranca con el conflictivo nacimiento de Tita, la hija menor de Elena de la Garza (Irene Azuela), niña a la que la madre, por motivos que de entrada no se comprenden del todo, trata muy mal: no la quiere, no la tolera, no puede estar con ella ni darle nada parecido al amor. De todos modos Tita (Azul Guaita, ya de adulta) crece y la serie la retoma como una joven vivaz y simpática, más que nada gracias a Nacha (Ángeles Cruz), la cocinera de la finca, la mujer que le enseña algunas recetas que tienen poderes, si se quiere, «mágicos».
Tita conoce y se enamora de Pedro Múzquiz (Andrés Baida), el hijo de un poderoso estanciero local, pero la idea de casarse con él se frustra rápidamente por una tradición ancestral: las hijas menores deben permanecer solteras para ocuparse de cuidar a sus madres hasta la muerte, imposición que a Tita le resulta dolorosa, especialmente por la pésima relación que tiene con Elena. A partir de ese rechazo, Pedro acepta la propuesta de Elena casarse con Rosaura, la hermana mayor de Tita. ¿La lógica por detrás del asunto? Poder estar cerca de Tita y, quién sabe, en algún momento que se altere el curso de la historia.
Este planteo narrativo está enmarcado por dos ejes paralelos. En lo contextual, la Revolución Mexicana está en su apogeo (la historia transcurre mayormente en la década de 1910) y hay conflictos entre patrones y campesinos, quienes empiezan a dejar en claro que no todos están dispuestos a seguir soportando las injusticias a las que son sometidos. Pero la serie pone mayor atención en lo culinario. Cada episodio incluye una receta de cocina, hecha (por Nacha primero y luego por Tita) con cuidado, amor y algunos secretos que modifican los comportamientos de las personas que comen esos platos según los deseos e intenciones de quienes los cocinan. Sin caer del todo en el food porn, la serie aplica la ya clásica iluminación cobriza de todo lo que se filma en México a cebollas, cilantros, laureles, tomillos, tacos, moles y otras delicias que harán crecer la facturación de los restaurantes de comida mexicana durante los próximos meses.
Con el correr de los acontecimientos –bien lo saben los que leyeron la novela y/o vieron la película– la relación de Tita con la comida provocará algunos acontecimientos que irán alterando la historia romántica, sexual y familiar que la involucra. En el contexto de la serie, todo se expresará como una combinación de realismo mágico y feminismo, la idea de que a través de los secretos poderes de la preparación de la comida las mujeres pueden alcanzar algo así como la liberación. Habrá que ver cómo se presenta esa temática en lo que está por venir, pero lo presentado hasta el momento indica que irá y vendrá de lo sensible a lo didáctico y de lo sensual y emotivo a lo discursivo, algo que ya aparece desde el principio de la serie, en especial a partir de la voz en off.
En sus propios términos, COMO AGUA PARA CHOCOLATE funciona. Si lo que busca el espectador es una transposición tradicional, una cuidada puesta en imágenes de la novela, la serie –que tiene como directores de sus episodios a los realizadores de TV mexicanos Julián de Tavira y Ana Lorena Perez Ríos– cumple con lo prometido. Es respetuosa de los textos, cuenta con sólidas actuaciones del elenco principal y no se regodea todo el tiempo con el «pintoresquismo» de las locaciones y el paisaje (con la comida un poco sí). Ayuda en eso también que la serie sea en castellano, lo mismo que el equipo técnico, ya que logran «controlar» los habituales excesos de latinoamericanismo de exportación que suelen traer consigo las producciones estadounidenses. No quiere decir esto que lo eviten del todo –solo vean la imagen que abre esta nota–, pero al menos no existen muchos de esos momentos que suelen dar vergüenza ajena en otras producciones.
Algunas bonitas canciones contemporáneas (de Silvana Estrada y Lila Downs, entre otras) cierran los episodios dándole otro elemento más de marketing que se agregará a recetas, lecturas públicas y otros hábitos ya típicos de estos lanzamientos multipropósito. Un clip en TikTok, alguna receta en Instagram, algún contenido más por Facebook y X, y el camino estará abierto para que COMO AGUA PARA CHOCOLATE se meta en la pelea por el trono a la adaptación latinoamericana de la temporada 2024. Y si bien la novela de Esquivel no tiene el prestigio de las de Juan Rulfo o Gabriel García Márquez con las que «compite», a la hora de las adaptaciones al audiovisual todo puede suceder. Esta, por lo menos, se puede ver mientras uno toma nota de recetas o busca el restaurante mexicano más recomendado de su zona.