Festivales: crítica de «Soundtrack to a Coup d’Etat», de Johan Grimonprez
Este documental se centra en los operativos de los gobiernos de Estados Unidos y Bélgica para manipular, derrocar y asesinar a los políticos independistas del Congo en 1960.
El arma de los Estados Unidos era una nota de blues en tono menor«, se leía en un artículo del New York Times de mediados de los ’50, uno de los tantos que cita el extraordinario documental SOUNDTRACK TO A COUP D’ETAT. Aquí, a través de dos sincopadas horas y media de material, el realizador Johan Grimonprez se propone articular de modo audiovisual la complicada relación entre algunos músicos de jazz estadounidenses, el Departamento de Estado de ese país, la CIA y los golpes de estado en Africa en los años ’60, especialmente el que tuvo lugar en Congo poco tiempo después de su independencia. Si bien todo esto puede sonar como un delirio conspirativo, hay evidencias que fueron surgiendo a través de los años que prueban que hay mucho de cierto en esta curiosa combinación de elementos y factores. Y el documental ofrece, en sus laterales modos, una buena cantidad de pruebas.
La conexión, sin embargo, no es tan directa. Nadie acusaría a Louis Armstrong, Dizzy Gillespie y Nina Simone, tres de los músicos de jazz más importante de la historia, de haber matado al líder independentista del Congo Patrice Lumumba ni de haber tenido un rol activo en su derrocamiento. Pero los músicos fueron utilizados, a sabiendas o no (esa es otra importante discusión), como distracción para lo que eran los verdaderos objetivos de los Estados Unidos en el Congo, que hasta pocos meses antes era una colonia belga.
Los músicos fueron parte de lo que se conoce ahora como soft power, ese modo entre diplomático, cultural y artístico que determinados actores políticos utilizan para influenciar el comportamiento de otros, algo que hacían –y siguen haciendo– las potencias internacionales con los países y continentes del llamado «Sur global». Lo que quizás los músicos entonces no sabían era que, en paralelo a sus conciertos, Estados Unidos y Bélgica contrataban mercenarios para asesinar a Lumumba, compraban candidatos políticos y hacían todo lo que estaba a su alcance para derrocar a los independentistas que soñaban con crear algo así como «los Estados Unidos de Africa».
Para el Departamento de Estado, los Jazz Ambassadors servían para dar una imagen del país, en el marco de la Guerra Fría, alejada de cualquier connotación de racismo. Pero la situación real en los Estados Unidos no era para nada esa. De hecho, muchos músicos de jazz estaban, como buena parte de la comunidad afroamericana de ese país, en plena lucha por los derechos civiles y apoyaban a los líderes independentistas de Africa. En el film se ven varios actos de apoyo a Lumumba, especialmente de parte de Malcolm X, principal interesado en recomponer esa conexión de los negros de los Estados Unidos con el continente africano, entonces un tanto distante. Nina Simone, de hecho, iría a convertirse en una de las caras artísticas más visibles de esa toma de posición, mientras que músicos como Max Roach, Abbey Lincoln y escritoras como Maya Angelou armarían una sonora protesta en la ONU contra el asesinato de Lumumba, momento impactante que se ve aquí y que recalibró la imagen del mundo del jazz en relación a lo que estaba sucediendo en Africa.
Grimonprez arma un patchwork fascinante de seguir, a modo de una cáotica radio que parece transmitir los sucesos en vivo, musicalizando con temas de jazz –de los músicos «embajadores» y de otros– fragmentos de libros, informes desclasificados, películas, documentales y noticieros de la época, muchos de ellos centrados en los intensos debates que tuvieron lugar en distintos encuentros y asambleas de la ONU. Allí vemos a Dwight Eisenhower, Nikita Khrushchev, Fidel Castro y el indio Nehru, entre otros, como algunas de las figuras que se destacaban entre las distintas delegaciones. En esas caóticas sesiones se ponía en tensión, con gritos, aplausos y pataleos, lo que estaba sucediendo en Africa hasta concluir con una declaración que, se suponía, iba a ser histórica.
Así, mientras el film se centra cada vez más en el conflicto específico ligado a la interna política del Congo, a las presiones belgas, y a las luchas entre los Estados Unidos y la Unión Soviética en lo que respecta al control de la región de Katanga (donde la compañía minera belga Union Minière extraía y se quedaba con las enormes reservas de uranio de la región, claramente el eje central de todo el conflicto), la película va entrecruzando una literal banda sonora de jazz para musicalizar esos acontecimientos, con imágenes de shows y entrevistas a los músicos en esa época, siempre «comentado» por citas de libros o testimonios escritos.
SOUNDTRACK TO A COPU D’ETAT es un brutal pero a la vez ligero y hasta por momentos cómico documental que se permite comentar de forma irónica la existencia de un despiadado aparato militar, político y diplomático dedicado, en definitiva, a proteger la extracción de recursos minerales de países del Tercer Mundo. Con entrevistas a agentes de inteligencia y hasta a mercenarios realizadas para documentales décadas atrás en las que cuentan (¿confiesan?) su participación en las operaciones de derrocamiento y asesinatos políticos, el documental deja en claro que, por detrás del poder blando del «encuentro musical» con los embajadores culturales, lo que se estaba cocinando era la más alta y violenta política internacional.
En algunos breves pasajes el belga Grimonprez –un artista multimediático con una larga carrera en cine y en otras artes visuales– pone en evidencia lo que cualquiera que vea la película se da cuenta: que las cosas no han cambiado demasiado de entonces a ahora. Las publicidades de iPhones y Teslas prometiendo duraderas baterías (que se hacen con litio y cobalto) conectan rápidamente con lo que sucedía en Congo con el uranio y en otros países del tercer mundo con distintos recursos de ese tipo. Si uno vive en la Argentina en 2024, la conexión entre lo que se cuenta en el film y lo que sucede ahora mismo acá no solo es evidente sino que es directa, brutal. Eso sí, aquí no hizo falta siquiera un poder blando para convencer a los gobernantes de turno de regalar hasta las joyas de la abuela.