Estrenos: crítica de «Un dolor real» («A Real Pain»), de Jesse Eisenberg
Dos primos viajan a Polonia a recorrer lugares históricos y a conocer la casa en la que vivió su abuela, una sobreviviente del Holocausto. Con Jesse Eisenberg y Kieran Culkin. Estreno: 23 de enero.
En la mente de muchísimos judíos desparramados en eso que se da por llamar la Diáspora existe la idea, relativamente reciente dentro del contexto histórico, de visitar los lugares en los que crecieron nuestros antepasados, sean padres, abuelos, bisabuelos u otros. Es un click que suele darse cuando se llega a determinada edad, cuando nacen hijos o mueren padres, o cualquiera sea la crisis o giro personal que uno quiera o pretenda hacer con su vida. No muchos hacen ese viaje y las razones son variadas. Los costos, especialmente para los que vivimos muy lejos del Este de Europa, suelen ser prohibitivos; los lugares precisos muchas veces inhallables o desconocidos; y también existe la posibilidad de que el entusiasmo pase y uno se olvide del asunto.
Hay un elemento extra, en algunos de esos viajes, que está ligado al Holocausto. Y ahí la recorrida suele incluir visitas a algún campo de concentración, a ghettos y a lugares históricos de la comunidad judía devastada por los nazis en la Segunda Guerra Mundial. Este es un tipo de viaje aún más complejo ya que, además de lo antes citado, involucra situaciones dolorosas que no todo el mundo quiere atravesar y hasta ciertas cuestiones ligadas a la culpa, a la sensación de estar haciendo «turismo burgués» donde tus antepasados sufrieron y a otras razones que no da analizar acá.
Lo cierto es que, en UN DOLOR REAL, los protagonistas hacen ese viaje, a Polonia en este caso, con la intención de visitar la casa de la abuela de ambos, que murió hace poco. Son dos primos, David y Benji, interpretados respectivamente por el director Jesse Eisenberg y por Kieran Culkin. Rondan los 40 años, se quieren mucho, pero se fueron alejando con el paso de los años, por sus tipos de vida y, especialmente, sus muy diferentes personalidades. David es el típico neurótico judío que Eisenberg viene haciendo a lo largo de su carrera (de su vida, si uno lo escucha en entrevistas), heredado en cierto modo de la escuela Woody Allen: nervioso, ansioso, todo el tiempo preocupado y con culpa, incapaz de relajarse y/o disfrutar de casi nada. Está casado, tiene un trabajo estable, mujer y un pequeño hijo, pero siempre parece estar un tanto angustiado.
Benji es muy distinto. Su arsenal neurótico corre por otro carril: es un tipo intenso e igual o más parlanchín que su primo, solo que no se contiene, dice lo que piensa y pasa, cual maníaco-depresivo (quizás lo sea), casi de inmediato de un estado festivo y amable a otro agresivo y brusco. «Iluminas con tu presencia cada cuarto al que entras e inmediatamente te cagas en todos los que están adentro», le dice David, a quien su desmesura y descontrol obviamente enervan y, en algunos casos, avergüenzan. Lo adora, pero por momentos no lo soporta. De todos modos está ahí, acompañándolo, porque todo parece indicar que a Benji –que no tiene pareja ni, en apariencia, trabajo estable– la muerte de la abuela lo golpeó muy fuerte y no puede salir de ese estado que por momentos bordea la depresión.
Contado así, todo parece el colmo de lo dramático, pero A REAL PAIN es una comedia, o se presenta como tal. Una comedia emotiva que nunca es sentimental, un poco en la escuela de Alexander Payne: un tipo de cine que logra esquivar la descarga lacrimógena pero que genera aún más empatía y conexión por ese mismo retaceo. Es una buddy movie, en un punto, en la que dos primos lidian con sus asuntos y traumas personales en el contexto de un trauma histórico mucho mayor, que los incluye, los interpela y a la vez los empequeñece. Sus asuntos suenan a white people problems en un mundo que fue testigo de uno de las etapas más brutales y criminales de la historia de la humanidad.
Pero quizás ambas tensiones estén conectadas. Y eso es lo que explora UN DOLOR REAL ya desde su título, que no tiene en castellano el doble sentido que le da su versión original. La conexión no se hace, necesariamente, desde lo anecdótico sino desde lo sensible, como resultante de una experiencia traumática que se transmite por generaciones. Si bien no se la analiza como una transmisión de tipo genética, la idea que circunda a la película es que se trata de músculos emocionales dañados que se pasan de abuelos a padres, de padres a hijos y así, sucesivamente. Muchos creen que hacer este tipo de viajes puede servir para cortar esa cadena, pero la experiencia de los protagonistas prueba que no es tan fácil.
La trama en sí los seguirá mientras participan de un «Heritage Tour» que empieza en Varsovia, sigue en Lublin e incluye el campo de concentración cercano de Majdanek. Con un amable guía británico (Will Sharpe) a cargo, David y Benji se unen a una mujer recién divorciada (Jennifer Grey, sí, la de DIRTY DANCING), a una pareja que se autodefine como «aburrida» y convencional, y a un sobreviviente de la guerra civil de Ruanda que se convirtió, al llegar a Canadá, al judaísmo. Y todos juntos hacen ese tour histórico que los lleva a visitar barrios, lugares importantes y cementerios judíos de la zona. Pero Eisenberg pone el recorrido en sí en segundo plano. El tour es importante por lo que saca de los personajes para afuera y no solo como un check list al uso.
De hecho, uno de los hilos narrativos más interesantes del film tiene que ver con la incomodidad que a Benji le genera estar haciendo ese tour y recorriendo de una manera cómoda y burguesa los lugares que les estaban prohibidos a sus antepasados o bien, que tenían otra connotación, mucho más dolorosa o trágica. Una crisis que tiene en un viaje en tren parece de entrada una broma un tanto incómoda (hay varias en la película y todas funcionan muy bien), pero prueba ser una de las críticas más brutales al mercado del «turismo del trauma». Y David, que lo acompaña y trata de apoyar a lo largo de sus varios episodios a lo largo del viaje, no sabe si hundirse bajo tierra o si reconocer que su primo, en sus raptos de honestidad brutal, tiene razón.
A REAL PAIN explora también el concepto de road movie como viaje reparador, la idea de que un recorrido determinado cura, sana, resuelve cosas. No hay caminos tan nítidos aquí y el trauma que engloba a los protagonistas no se arregla visitando museos, sacando fotos o viendo dónde y cómo vivían y/o sufrían sus antepasados. La realidad se interpone –la de ellos y la de los lugares por los que pasan–, los planes cambian y a veces lo mejor que se puede hacer es dejar que la experiencia se meta por los poros y dejarla vivir ahí, sin esperar que las cosas cambien de un día para el otro, como pasa en gran parte de las películas.
En una escena intensa promediando el viaje, Benji le pide no muy amablemente al agobiado guía que se calle un poco, que deje de tirar datos constantemente acerca de qué pasó en tal o cuál lugar o qué significa tal o cuál cosa. No es, necesariamente, información lo que él necesita, sino poner en contexto su experiencia, verse enfrentado al vacío del silencio, a la inmensidad del trauma, a una dimensión histórica que lo incluye y también lo reduce. Y es en ese silencio –que Eisenberg usa muy bien como parte de la película– que A REAL PAIN hace honor, con todas las letras, a su título.
Me encantaron la película y este texto. Bravo Diego