
Cannes 2025: crítica de «Kokuho», de Lee Sang-il (Quincena de Cineastas)
En este melodrama japonés un joven aprendiz del arte del kabuki es adoptado por una estrella del género tras el asesinato de sus padres y puesto a competir contra su propio hijo.
Un melodrama japonés old school, de la vieja guardia, con todos los condimentos esperables en este tipo de producciones, KOKUHO es una clásica y emocionalmente angustiante saga centrada en la vida de un joven que se convierte en una estrella del teatro kabuki. El film, que se extiende por casi tres horas, y abarca distintas etapas en la vida de Kikuo, su protagonista, va combinando esas escenas con representaciones de obras hechas en este estilo teatral tradicional que conectan y comunican temáticamente distintos aspectos de su vida y de quienes lo rodean.
KOKUHO es una suerte de relato de una familia postiza, adoptiva, la que se forma cuando un adolescente con muchísimo talento para el rol de onnagata, que es el papel femenino que es el kabuki hacen también los hombres, es adoptado por una estrella en esa especialidad, que lo rescata cuando, en los años ’60, su familia es liquidada en una disputa mafiosa de la que su padre era parte. Ken Watanabe interpreta a Hanjiro Hanai, el veterano actor que le enseña al pequeño Kikuo los detalles en el arte del onnagata hasta convertirlo en una estrella.
El primer inconveniente que surge –y el que marcará de una u otra manera las tensiones a lo largo del film– pasa por el hecho de que Hanjiro tiene un hijo propio que también se especializa en ese arte pero no es tan talentoso como Kikuo. Y si bien las dos jóvenes se hacen amigos y hasta triunfan componiendo a un dúo, las rivalidades están siempre latentes. Y eso, con el correr de los años, se hace más fuerte, ya que a Hanai le llega la hora de retirarse y la de nombrar a un sucesor, otra costumbre muy tradicional y arraigada en un arte riguroso como el kabuki que está lleno de ellas.

El film –basado en la novela de Shuichi Yoshida– es la crónica de esas relaciones y tensiones, y buena parte de sus tres horas se van en bellas performances de obras de teatro kabuki cuyas tramas –que la película sintetiza con breves textos introductorios– se van entremezclando temáticamente con lo que les va sucediendo a los personajes. Las piezas de kabuki no están escenificadas por fuera del relato sino que cada representación está ligada a alguna tensión, problema o situación –un estreno, una prueba, un regreso, un accidente, una enfermedad– que se desarrolla en la historia, jugando siempre en ese sentido a dos puntas.
Estéticamente bella, desvergonzadamente sentimental, con muertes, enfermedades, traiciones, romances, engaños y todo lo que puede suceder en un buen melodrama, KOKUHO tiene momentos extraordinarios que sabrán apreciar en especial aquellos interesados en los rituales y formas de la cultura japonesa y la sacrificada belleza de su arte. Quizás la película peque de algún giro de más o de un carácter demasiado episódico –la trama cubre medio siglo, de 1964 a 2014– que por momentos parece darle un aire de serie televisiva, pero más allá de esos detalles mínimos es una experiencia cinematográfica de esas que se valoran por su rareza.
La película de Lee –que es de origen coreano pero dirige mucho en Japón y fue responsable de títulos como VILLAIN y episodios de la serie PACHINKO— recupera un tono que es épico en su dimensión humana pero íntimo en cuanto a retrato personal. Con actuaciones excelentes de Ryo Yoshizawa como Kikuo y Ryusei Yokohama como su hermano, amigo y rival Shunsuke, y la presencia siempre dominante del gran Watanabe como el severo padre y leyenda del kabuki, KOKUHO es uno de esos grandes dramas trágicos japoneses que solían circular mucho décadas atrás. A su modo, este film no solo es un homenaje al kabuki –una forma de actuación que se aprende en tanto se vive y se sufre– sino también al cine clásico del Japón.