
Cannes 2025: crítica de «Romería», de Carla Simón (Competición)
Una joven que fue adoptada de pequeña viaja de Barcelona a Galicia a visitar a la familia de su padre verdadero que falleció cuando ella era niña.
Tras dos películas consagratorias –una de ellas ganadora del Oso de Oro de Berlín– que la fueron convirtiendo en la gran referente de una nueva camada de cineastas españolas, Carla Simón llega a la competición de Cannes con su película más grande, más ambiciosa, más compleja y más problemática. Una exploración en la historia familiar de parte de una chica de Cataluña que viaja a Galicia con la idea de completar unos papeles legales, ROMERIA bucea –literalmente– en lo que la protagonista va descubriendo de una parte de su familia que desconocía, lo mismo que la historia de su padre, al que casi no recuerda y que murió, al igual que su madre, de complicaciones ligadas al sida.
La historia transcurre en 2004 y tiene como protagonista a Marina (Llúcia Garcia), una estudiante de cine que vive en Barcelona y viaja a Vigo, Galicia, a conocer a la familia de su padre real, con los que no ha tenido contacto desde que la dieron en adopción. El viaje la lleva a contactar primero a uno de sus tíos, Lois (Tristán Ulloa), a su esposa y a una serie de primos, de su edad y más pequeños, con los que no se conocía. Con ellos conecta bien, comparte historias pero de entrada queda claro que el gran desafío y/o problema será hablar con los abuelos, que nunca han aceptado del todo bien la vida y las decisiones de su hijo, al punto que en su certificado de defunción ni siquiera dice que tuvo una hija, generándole a Marina las citadas dificultades legales.

La historia -que tiene más de una conexión autobiográfica y podría hasta pensarse como secuela de VERANO 1983— la lleva a tener varios recorridos por el lugar, incluyendo las islas Cíes en las que sus padres pasaron tiempo juntos. Así, mientras va descubriendo más cosas de la historia de su padre, Marina se va topando con una familia complicada, que guarda demasiadas tensiones y secretos que la película no logra trasladar del todo a la pantalla. En un momento, la película toma una dimensión onírica en base a los diarios de su madre y, en una serie de escenas que parecen sacadas de otro film, reconstruye parte de la relación entre ellos.
Si bien las imágenes, fotográficamente hablando, tienen características nostálgicas, el tono del film es algo más áspero, ya que los familiares –salvo excepciones como su primo Nuno– toman recaudos con respecto a Marina. A sus primos les han dicho que no toquen su sangre para no contagiarse de ella (es claro a que se debe) y los abuelos desconfían de la presencia y la larga estadía de la chica allá, pensando que lo que realmente quiere es dinero. Lo más raro, acaso, es que la historia que Marina tiene respecto a sus padres –desde cómo se conocieron a su muerte– es distinta a la que tienen en Galicia. Y aún allí no todos coinciden en cómo sucedieron ciertas cosas.
La película es visualmente bella, de una manera que se contradice con mucho de lo que se cuenta. Con fotografía de Helene Louvart, ROMERIA marca un salto en ese sentido en la obra de la realizadora, no necesariamente de calidad pero sí de ambición, ya que el film propone un lenguaje visual más épico y, en algunas escenas, hasta grandilocuente. Simón se enreda un poco más de lo necesario cuando intenta recrear los años juveniles, drogones y aventureros de sus padres en base a los diarios de la madre que funcionan a modo de guía, ya que lo hace en una serie de escenas entre oníricas, ostensiblemente simbólicas y que por momentos bordean una estética videoclipera.

Por fuera de esa enrarecida secuencia, ROMERIA marca un giro acaso imperceptible en la carrera de la realizadora. Si bien su retorno a la saga autobiográfica iniciada con ESTIU 1993 es más que bienvenido —ALCARRAS era una muy buena película, pero más deudora de tendencias circulantes en el mundo del cine de festivales–, lo que diferencia a esta película de aquellas es que no aparece aquí ese cariño por los personajes que sí tenían las anteriores. No es que los filme con desprecio ni mucho menos –hay momentos cálidos, encuentros emotivos y acercamientos honestos con varios de ellos, incluyendo hasta una cierta tensión sexual con su primo–, pero hay una mayor distancia y algo de frialdad que se termina trasladando a la película toda.
Más allá de esos momentos dispares y, a mi gusto, fuera de registro, la película conserva muchas de las cualidades que la han transformado en una referente del cine español de estos últimos años, inspiradora además de decenas de cineastas mujeres que –un poco como sucedió con Lucrecia Martel en la Argentina y América Latina un par de décadas atrás– se inspiran en su obra. Sigue siendo una gran constructora de climas y de universos, con esas familias extendidas y dispersas en las que siempre parece haber una fiesta y una pelea sucediendo al mismo tiempo. Ese touch no lo ha perdido aquí tampoco.
Lo mejor que tiene ROMERIA –además de la encantadora actriz protagonista– es que le permite a Simón abrir un poco más las puertas de su cine y salir de una cierta encerrona naturalista y campestre que acecha de modo fantasmal y por lo bajo a buena parte del cine español reciente. Quizás los resultados no estén a la altura de sus ambiciones –y es cierto que por momentos eso nuevo tiene cierto aroma a cosas que se hicieron en el cine español en los años ’90–, pero la película permite pensar en alguien que empieza a hacer una transición cinematográfica hacia otros escenarios y universos. Dependiendo la suerte de esta película, se verá cuál es ese futuro.