Clásicos online: crítica de «Calles peligrosas» («Mean Streets»), de Martin Scorsese (Max)

Clásicos online: crítica de «Calles peligrosas» («Mean Streets»), de Martin Scorsese (Max)

El mundo descubrió a Martin Scorsese y a Robert De Niro gracias a esta película de gángsters neoyorquinos de 1973, protagonizada además por Harvey Keitel.


“No te redimes de tus pecados en la iglesia.
Lo haces en las calles, lo haces en tu casa.
El resto son tonterías y lo sabes”.

Si bien no es, técnicamente, la presentación de Martin Scorsese ante el mundo, el inicio de Calles peligrosas no solo es icónico sino que introduce los códigos de lectura con los que seguimos pensando sus películas hoy, a cincuenta años del estreno de este clásico de 1973. La frase de arriba, que abre la película, dicha por el propio realizador sobre un fondo negro, no solo es un guiño a su carácter autobiográfico sino que presenta sus temas de siempre y hasta su tono: el choque entre la religión y la vida cotidiana, entre el deseo y el deber, y la forma directa, coloquial, de expresarlo. Un hombre (Charlie, interpretado por Harvey Keitel) se despierta sobresaltado de la cama al amanecer. En su austero cuarto lo único que parece haber es un crucifijo de madera y un espejo. Y lo primero que se escucha en la banda sonora es la sirena de un patrullero policial. Casi todo está ahí.

Lo que continúa es una declaración de intenciones formal. La escena arranca con una cámara en mano, inquieta y nerviosa, que sigue a Charlie mientras se levanta y se mira al espejo. Al tirarse de vuelta en la cama, tres violentos cortes de montaje lo depositan sobre la almohada mientras en la banda sonora empieza a escucharse “Be My Baby, de The Ronettes, ese irrompible éxito pop de los ‘60 producido por Phil Spector. Otro corte conduce a un plano de un proyector de Súper 8 que presenta los créditos de la película sobre imágenes documentales (algunas falsas, otras del archivo familiar de Scorsese), que muestran a Charlie en el universo de Little Italy, Manhattan, en el que transcurre la película: un bautismo –en el que aparecen, brevemente, los que serán los otros protagonistas de la película–, las calles del barrio, un café, un cura en las escalinatas de la iglesia y así. La pantalla vuelve a abrirse para mostrar la fiesta de San Gennaro a lo largo de Mulberry Street con su ostentosa parafernalia religiosa. Corte a un tipo inyectándose heroína en un baño de un bar, seguido por el dueño del local que entra y lo saca a las patadas de ahí.

Es cierto que Calles peligrosas no es la opera prima de Scorsese sino su tercer largometraje, pero fue el primero en tener una distribución comercial importante tras un film personal pero muy independiente (Who’s That Knocking at My Door, de 1967, que trabaja los mismo temas) y otro hecho para la factoría de Roger Corman (Boxcar Bertha) que fue más que nada un encargo. Muchas de las cosas que se ven en esos cuatro minutos iniciales hoy pueden resultar convencionales, pero no lo eran entonces. El tipo de jump cuts que usa allí Scorsese (luego vendrán otros, además de cámaras lentas y enroscados planos secuencia) habían sido popularizados por la nouvelle vague francesa pero no eran habituales en el cine estadounidense fuera del circuito underground. Pero, más importante aún, es el uso de canciones preexistentes como toda banda sonora, algo que se había hecho pocas veces en Hollywood y menos en películas sin conexión alguna con lo musical. En Mean Streets no hay una banda sonora convencional sino que son canciones del pop y el rock de los ‘50 y los ‘60, más la música italiana de todas las épocas que se escucha en el barrio, las que colorean el relato y descolocan con su tono por lo general ligero. De vuelta: hoy es algo habitual –vean sino cualquier película de Quentin Tarantino y todo el concepto del director como DJ–, pero entonces, salvo contadas excepciones (El graduado, Busco mi destino y pocas otras), ese uso tan extensivo era más que inusual.

Scorsese presenta luego los personajes que rodearán a Charlie a lo largo de la historia. Tony (David Proval, muchos años antes de su cruento Richie Aprile de Los Soprano) es el dueño del bar en el que transcurrirá buena parte de la acción. Michael (Richard Romanus) es el contrabandista que acaba de perder dinero en un encargo equivocado de lentes fotográficos. Y Johnny Boy (un tal Robert “Bobby” De Niro) ingresa en la película como un torbellino, con su sombrerito ladeado, haciendo explotar un buzón y entrando luego al bar con dos chicas llevando sus pantalones en las manos. Explosivo e inmanejable, Johnny Boy será, como lo dice la voz en off de Charlie (que a veces es de Scorsese y a veces de Keitel, dejando en claro su función como alter-ego), su penitencia, la prueba de fuego que debe atravesar, la que le hará pagar los pecados. Johnny Boy es inestable, tiene deudas por todos lados y Michael lo persigue para cobrárselas. Pero Charlie, que está en pareja con Teresa (Amy Robinson), prima de Johnny Boy, lo defiende y lo protege, poniendo en riesgo sus posibilidades de escalar en el mundillo criminal italoamericano.

Antes de llegar a los 15 minutos –y gracias a dos canciones de los Rolling Stones–, tanto Charlie como Johnny Boy quedarán sellados en la mente del espectador de una manera icónica y a través de sendas cámaras lentas que los muestran recorriendo ese bar. Mientras suena “Tell Me”, Keitel le da la espalda a la cámara y bailotea mirando en el escenario a una bella bailarina afroamericana (Jeannie Bell, modelo de Playboy y futura estrella del blaxploitation) y preguntándose si debería o no estar con ella. Y por debajo de los inconfundibles acordes de “Jumpin’ Jack Flash, De Niro recorrerá el mismo bar como una suerte de playboy del vecindario, uno que se fue hasta el Greenwich Village y se trajo dos extrañas criaturas a Little Italy. Eso sí, las apariencias engañan. Johnny Boy no tiene dinero e inventará las excusas más absurdas –su monólogo posterior no solo es imperdible sino una carta de presentación actoral inmejorable para el entonces poco conocido “Bobby” De Niro– para evitar hacerse cargo de sus deudas.

Si las canciones de rock, los bares iluminados de rojo infierno y la cámara lenta son hoy ya marcas registradas en la filmografía de Scorsese, también lo es la iconografía religiosa: antes o después de cada una de sus desventuras nocturnas, a Charlie se lo verá en la iglesia, rezando o poniendo las manos sobre el fuego y tratando de resistir el mayor tiempo posible. A través de esa doble voz en off –que, de la manera en la que la usa Scorsese, a veces parecen diálogos o monólogos de otras escenas–, quedará claro que a Charlie no le alcanza con “rezar diez Ave Marías, diez padrenuestros o diez lo que sea” después de confesarse. “Son solo palabras, no significan nada para mí. Si hago algo mal quiero pagarlo a mi manera, hacer mi propia penitencia por mis propios pecados”, dirá. Y ese será el eje, en definitiva, de Mean Streets: ¿Cuál es el precio que hay que pagar por una vida pecaminosa? ¿Cómo se hace para vivir honorablemente?

De allí en adelante Calles peligrosas no tendrá un recorrido dramático clásico, ni uno plagado de incidencias importantes en un sentido narrativo. Ya planteados los problemas centrales la película tomará un camino más incierto, por momentos cercano al registro documental, siguiendo a Charlie en su personal y cotidiano vía crucis: tratando de que su tío Giovanni (Cesare Danova) le permita manejar un restaurante que le sacará a su dueño, otro deudor, y escondiéndose para tener sexo con Teresa, una chica que es epiléptica y, por eso, no “conviene” que sea vista como novia oficial. A Charlie lo tortura el cariño que siente por Johnny Boy, ya que sabe que al protegerlo quedará mal ante los ojos de Giovanni, y a la vez le cuesta lidiar con los conflictos ligados a su deseo sexual, especialmente por mujeres con las que, según la arcaica cultura del barrio, no debería estar. 

En el interín, Charlie y sus amigos irán al cine (a ver Más corazón que odio, de John Ford, una de las películas que Scorsese homenajea directamente aquí; las otras son La tumba de Ligeia, de Roger Corman y Los sobornados, de Fritz Lang), a hacer alguna cobranza de dinero que se vuelve caótica –entre violenta y patética–, jugarán al pool, tratarán de “ganarse chicas fáciles”, lidiarán con un brutal crimen que se comete –entre los hermanos David y Robert Carradine– en el bar de Tony y organizarán una alcoholizada recepción de bienvenida para un amigo que volvió de Vietnam, una en la que Scorsese volverá a lucir su manejo de la puesta en escena para transmitir la creciente desesperación del protagonista. Como en muchas películas de Scorsese, todo tendrá un fuerte carácter descriptivo y de construcción de un mundo y una forma de vida. Salvo por las tensiones que generan las deudas de Johnny Boy –quizás lo único que el film conserva como trama clásica–, Calles peligrosas funciona como un retrato de una etapa de la vida de Scorsese. En su barrio, con su gente y sus particulares códigos.

Junto a los muchos recursos luego patentados por el director de Casino y Silencio –especialmente en el terreno formal–, lo que ya aparece muy marcado en Calles salvajes es otra característica suya, una que le ha ganado los favores de la crítica pero muchas veces lo ha colocado del lado opuesto a los amantes del cine de Hollywood más tradicional. Me refiero a su fascinación por personajes contradictorios, problemáticos y difíciles. Los amigos de Mean Streets no son ni por lejos un dechado de virtudes –de hecho, la misoginia, la homofobia y el racismo que los caracteriza son, en términos actuales, un poco chocantes–, pero Scorsese jamás los juzga ni deja en claro desde el guión o la puesta en escena que toma algún tipo de distancia respecto a ellos.

Esa característica se ha vuelto una marca registrada de sus películas. Personajes como Travis Bickle (Taxi Driver), Jake LaMotta (Toro salvaje), Rupert Pumpkin (El rey de la comedia) o Jordan Belfort (El lobo de Wall Street), entre muchos otros que protagonizan sus películas, tienen en común un lado oscuro y controvertido más que evidente, están en esa zona límite entre el antihéroe y el villano. Scorsese nunca tuvo la necesidad de despegarse de sus personajes ni de subrayar sus características más siniestras. Confía en la inteligencia del espectador para darse cuenta que ninguno de ellos es un modelo a seguir ni un faro moral. Son seres humanos imperfectos y complicados que se reconocen como tales y viven lidiando con sus contradicciones. No en la iglesia, sino en las casas, en la calle y en el cine.


Nota publicada originalmente en La Agenda de Buenos Aires en 2023, con motivo del 50 aniversario del film.