
Locarno 2025: crítica de «Legend of the Happy Worker», de Duwayne Dunham
Este curioso film producido por David Lynch y dirigido por el editor de muchos de sus proyectos se centra en los problemas que surgen en un pueblo del Oeste cuando una figura amenazante llega y altera su calma. Con Josh Whitehouse, Thomas Haden Chruch y Colm Meaney.
Una extraña y sugerente metáfora sobre el capitalismo contada con un tono que remeda una fábula infantil, LA LEYENDA DEL TRABAJADOR FELIZ es un film curioso, casi una anomalía, que refleja por un lado obsesiones temáticas realistas con un formato casi opuesto en cuanto a lo formal. Dunham (sin relación alguna con Lena) es un septuagenario hombre de la industria del cine con una carrera por demás curiosa. El hombre empezó como asistente de edición en films como STAR WARS, APOCALIPSIS NOW y LOS CAZADORES DEL ARCA PERDIDA para luego hacerse cargo de la edición de títulos como EL REGRESO DEL JEDI, TERCIOPELO AZUL y CORAZON SALVAJE, entre otros clásicos. Tras esto se dedicó a la dirección, pero en su mayoría hizo películas infantiles y films originales para el Disney Channel que poco tenían que ver con su experiencia previa. En el medio, sí, dirigió episodios de la original TWIN PEAKS y editó todos los de la última temporada.
Con ese curioso background sumado a la aparición de su amigo David Lynch como productor ejecutivo uno no sabía que esperar de la película. Y el resultado es igualmente desconcertante: fascinante por momentos, insólito en otros, una curiosidad propia de un realizador que funciona con una lógica personal. La historia comienza con un hombre llamado Goose (Thomas Haden Church) llegando en lo que parece ser el Siglo XIX a un territorio inexplorado por el hombre blanco (hay nativos que lo observan de lejos), clavando su pala en la tierra y abriendo un gran hueco en ella. Generaciones después (los tiempos aquí no son en clave real), uno de sus descendientes ha montado toda una estructura a partir de ese pozo y es algo así como el líder de un pueblo que se dedica, con ahínco, a seguir cavando fosos sin tener muy claro los motivos.

Joe (Josh Whitehouse) es algo así como su capataz, su lugarteniente, un dedicado y sonriente hombre de familia que solo piensa en trabajar, en su esposa y en su hijo que, por mirar la TV en castellano, ya no entiende inglés. Hasta que un día llega al pueblo un tal Clete, un empresario con intenciones en apariencia malévolas (Colm Meaney), que pone en riesgo la curiosa estabilidad de ese espacio que parece una mezcla de Oz con alguno de esos westerns musicales de los años ’60 que se filmaban en un set de Hollywood. Y lo que Clete hará será, más que cualquier otra cosa, separar del medio a Goose y desestabilizar al buenazo de Joe hasta transformarlo en un discípulo suyo, para sorpresa y fastidio de los otros trabajadores y hasta de su familia.
Hay una pregunta existencial, inquietante, que se ubica en el centro del film. ¿Cuál es el objetivo del trabajo? Uno ve a los operarios manejar equipamiento, cavar fosos, ir de acá para allá, pero da la impresión que se trata de un círculo absurdo, de algo que se hace para mantener viva la apariencia de desarrollo, de crecimiento. Pero nada de eso parece suceder. Más bien, todo lo contrario. Y el film explora, a su manera un tanto esquiva, esa rara contradicción. Por fuera de esas zonas sugestivas y enigmáticas, LEGEND OF THE HAPPY WORKER se mueve por terrenos bastante más esquemáticos y, si se quiere, políticamente correctos respecto a la relación del poder y del dinero frente al esfuerzo de los trabajadores.
El film es una curiosidad de principio a fin. Hay elementos que lo conectan con el cine de David Lynch (esa inocencia luminosa que esconde cuestiones siniestras, las actuaciones desbordadas, los escenarios ubicados en una línea limítrofe entre lo real y lo fantástico, el tono de fábula), pero al film le sobran minutos, le falta fuerza y no tiene la suficiente oscuridad como para ser lo perturbador que indirectamente pretende ser. Se queda a mitad de camino de casi todo, como una simpática excentricidad que se recordará, más que nada, por su propia rareza.