Series: crítica de «Long Story Short», de Raphael Bob-Waksberg (Netflix)

Series: crítica de «Long Story Short», de Raphael Bob-Waksberg (Netflix)

El creador de «BoJack Horseman» cuenta de modo cronológicamente aleatorio 30 años en la vida de una familia judía compuesta por un padre, una madre y tres hijos, muy distintos entre sí. En Netflix.

Cualquiera que haya visto BOJACK HORSEMAN sabe que su creador, Raphael Bob-Waksberg, tiene ideas originales y creativas a la hora de armar sus historias de animación para adultos. En LONG STORY SHORT, lo más original y creativo pasa por su lógica temporal. Se trata de una serie con constantes cambios cronológicos que va y viene de modo aleatorio entre las diversas etapas de la vida de una familia, los «Schwooper». Así, un episodio puede centrarse en algo sucedido en los ’90, en los 2000 o en el presente y en el medio moverse hacia otros. A veces esos viajes funcionan como específicos flashbacks que sirven para contextualizar una historia mientras que en otros casos es exactamente al revés y el presente actúa a modo de eco de algo sucedido en el pasado. Parece confuso, pero no lo es. O, si lo es, se trata de algo secundario.

La lógica de LONG STORY SHORT (frase traducible como «resumiendo» o «en pocas palabras») se aplica a tal como lo dice el título: hacer corta una historia larga mediante un formato caleidoscópico que logre transmitir la vida de esta familia a través de las décadas. Y si bien hay breves escenas (no vale llamarlas flashbacks) en los años ’50, casi todo transcurre entre principios de los ’90 y el 2022 cuando los Schwooper (en realidad, los Schwartz-Cooper) ya son una familia judía de cinco integrantes que vive en el Norte de California. El grupo incluye a papá Elliot (Paul Reiser), afable y un tanto colgado; la intensísima idische mame Naomi (Lisa Edelstein), que siempre tiene un comentario pasivo-agresivo para hacer, y los tres hijos: Avi (Ben Feldman), el mayor; su hermana Shira (Abbi Jacobson); y el más pequeño Yoshi (Max Greenfield).

La serie se ocupará de las vidas de todos estos personajes que bien podrían salir de una novela de Philip Roth o una obra de teatro de Neil Simon. En los ’90, más que nada, los veremos a todos juntos atravesando situaciones entre caóticas y pintorescas de clara raigambre judaica, esas sesiones de conversaciones que parecen peleas, gente hablando todo el tiempo y un caos circundante en el que el amor, el fastidio, el cariño y el trauma se combinan en una misma frase o situación. Si bien el punto de vista está puesto en los hijos, el núcleo explosivo del grupo es Naomi, la madre, cuya mezcla de cariño y agresión se muestra de las maneras más incómodas, generando respuestas más bien frustradas de sus hijos, que ya de grandes tomarán (o tratarán de tomar) cierta distancia de ella.

Cada uno de los diez episodios hace centro, por lo general, en un hecho concreto a lo largo de esos 30 años en los que bascula la historia. Uno tiene lugar en un bar-mitzva, otro en un evento social, otro en un velorio, otro en un acto escolar, otro en un fallido negocio de uno de los hijos y así. Apostando –por momentos un tanto exageradamente– por llegar al humor a través del caos, el descontrol y una pintura que bordea el estereotipo aún cuando da muchas veces en el clavo, Bob-Waksberg tira décadas de terapia en una serie que tiene mucho de autobiográfica y que, mediante su dispositivo narrativo, permite ver cómo hechos que tuvieron lugar en un momento de la vida repercuten en otro. Es en esos momentos que la serie deja un poco de lado los recursos cómicos para volverse más tierna, emotiva y hasta dolorosa.

Hay decenas de estos momentos a lo largo de los episodios pero contaré solo uno, que tiene lugar en el primer capítulo y que, creo, resume la lógica y el espíritu de la serie. En 2004 Avi lleva a su novia, Jen (Angelique Cabral) al bar-mitzva del pequeño y caótico Yoshi. La chica no es «de la colectividad» y es a través de sus ojos que vemos cómo los Schwooper se organizan, de una manera que sin quererlo del todo termina por agotarla, ahogarla. En el auto, al irse de ahí, Avi le hará escuchar una canción de Paul Simon llamada «The Obvious Child« cuya letra resume, en buena medida, el espíritu de la serie, ya que retrata el rápido paso del tiempo al contar la historia de un chico que nace, crece, se casa y envejece en tan solo unas pocas estrofas. Para el cierre del episodio veremos en 2022 al mismo Avi sin Jen a su lado, bastante calvo, con el auto sucio y con pinta de deprimido, escuchando esa misma canción.

Ese es, un poco, el espíritu de la serie. Pero los momentos tristes o dolorosos son pocos –o, si son más, lo son de un modo subterráneo–, ya que su creador prefiere poner el foco en la caótica locura de los Schwooper, una familia judía que representa cierta idea más o menos standard de lo que es una familia así. Avi es periodista y el más emocionalmente fracturado de los tres –aunque, un poco a la manera de Woody Allen, tiene cierto humor–; Shira es la más dramática y la que queda más claramente afectada por la relación con su madre –es lesbiana, casada y con dos mellizos varones–, y Yoshi es «un tiro al aire», un chico que no hace más que meterse en líos y en situaciones extremas, casi todo lo contrario a su agobiado hermano mayor. Pero las cosas cambiarán en las vidas de todos y no necesariamente como se lo imaginan.

Una historia familiar, una comedia disparatada, una serie de animación para adultos que trata de ser jocosa y emotiva a la vez, LONG STORY SHORT puede no alcanzar –al menos por ahora– la cuota de delirio y oscuridad de la anterior creación de Bob-Waksberg acerca de una estrella de Hollywood en decadencia, pero se permite traficar emociones complejas y profundas acerca de las marcas de la vida de una familia en medio de una jocosa y caótica comedia que si bien no es para niños sí es apta para adolescentes. Si a los niños de LOS SIMPSON se les diera alguna vez por crecer y pudiéramos ver sus vidas como adultos luego de haber atravesado todas las experiencias que vivieron, quizás serían parecidos a los Schwooper.