
Estrenos: crítica de «Una batalla tras otra» («One Battle After Another»), de Paul Thomas Anderson
Un ex radical, un oficial implacable y una líder revolucionaria se enfrentan en una saga cómica y oscura que muestra a los Estados Unidos como el escenario de una lucha interminable. Con Leonardo Di Caprio, Sean Penn, Teyana Taylor y Benicio del Toro.
Pocos cineastas son tan imprevisibles y generosos como Paul Thomas Anderson. Nada parece atarlo a un tipo de cine, a un tema, a un estilo, a un formato. Nada más alejado de su mundo que un cine en exceso codificado tipo Wes Anderson o uno muy fiel a un tipo de lógica, tempo o estética que se mantiene, con mínimas variaciones, en el tiempo. Puede hacer películas sobrias o ligeras, graves o amables, severas o graciosas. Tampoco parece atado a un formato narrativo más o menos previsible o a un tipo de personaje representativo de sus obsesiones. Si hay un recorrido posible a la hora de enfrentar el cine del director de PETROLEO SANGRIENTO es pensar cómo la historia de un país choca –refleja, contradice, inspira, tuerce– las vidas de sus habitantes.
No siempre lo hace directamente, pero esos cambios están en el aire, atraviesan a los personajes. UNA BATALLA TRAS OTRA acaso sea la película que va más directamente al grano de todas las que ha hecho. Inspirada en VINELAND, una novela de Thomas Pynchon de 1990 que no hablaba del mundo actual pero que recorre algo esencial en la cultura norteamericana –algo a lo que el título del film hace referencia–, la película se asoma a una suerte de eterno y constante enfrentamiento entre diferentes maneras de entender un país y de vivirlo.
PTA se acerca a esa «batalla cultural» poniendo el acento en la primera de esas dos palabras. La película es, más que cualquier otra cosa, una constante lucha, una serie de persecuciones y combates que tienen la lógica de un videojuego (o de un largo episodio de EL CORRECAMINOS) y que, a través de los años (que pueden ser ayer, hoy o mañana; la temporalidad acá es un presente constante), ponen frente a frente visiones del mundo y conflictos que vienen manteniéndose desde hace siglos con distintos nombres.

Es, más que cualquier otra cosa, una comedia disparatada. Pero a diferencia de INHERENT VICE, la otra adaptación que PTA hizo de Pynchon, la película jamás se sobregira hacia el absurdo absoluto. Siempre parece estar al borde de caerse del mapa, de regodearse en excesos a la manera de las obras de Hunter S. Thompson –un tufillo a lo MIEDO Y ASCO EN LAS VEGAS la recorre–, pero jamás lo hace porque hay una coherencia interna que integra los caprichos de una manera inimitable. Parece que Anderson hace lo que quiere –escenas de acción absurdas, bizarros momentos de sexo, persecuciones interminables y personajes pasados de rosca–, pero todo combina entre sí a la perfección, como un vestuarista que tira diez prendas arriba de una modelo que no parecen tener nada que ver entre sí pero que mágicamente funcionan todas combinadas.
UNA BATALLA TRAS OTRA es una expresión cuyo significado va más allá de lo literal. Significa lo que dice, pero la película lo deforma en dos partes. Por un lado es eso en lo estrictamente narrativo: en el film un conflicto sigue a otro casi sin descanso. Por otro, es una idea que se expande por siglos: una idea de nación como una pelea interminable, como algo que jamás se resuelve, que nunca se agota, en la que no hay ganadores ni perdedores y en la que una y otra vez hay que volver a empezar. Una inagotable espiral de violencia, una pelea agresiva –como esa tensa discusión telefónica entre Philip Seymour Hoffman y Adam Sander que aquí se «homenajea» de un modo hilarante– que podría no terminar nunca.
Leonardo DiCaprio encarna a alguien que se hace llamar «Ghetto» Pat, militante de los French 75, un grupo revolucionario que quiere liberar migrantes atrapados en la frontera, atacan a políticos anti-abortistas, racistas, bancos y cortan la luz de ciudades enteras. La líder de ese grupo se hace llamar Perfidia Beverly Hills (la también cantante Teyana Taylor) y está en pareja con Pat. Ella es enérgica y resoluta. El, un poco más caótico. Entre ambos aparece un agresivo oficial llamado Steven Lockjaw (Sean Penn) que es humillado y engañado por Perfidia, lo que deriva en una persistente obsesión de su parte. Más que detener al grupo, lo que Lockjaw querrá es quedarse con ella.

Esa tensión fluye y sostiene el resto de la película. Esa primera parte concluye con Perfidia iniciando una perversa relación/negociación con Lockjaw que termina con la mujer quedando embarazada (¿de él?¿de Pat?) y siendo madre de una niña, Charlene. Pero cuando Pat siente que es hora de vivir una vida más tranquila en familia, Perfidia no puede hacerlo y sigue «en la lucha». Y eso, amigos, no saldrá del todo bien. El resto de la película transcurrirá 16 años después (cuándo es eso en términos reales no queda claro, todo parece un presente ligeramente distópico, como el que vivimos), con un DiCaprio más calmo ahora respondiendo al nombre de Bob Ferguson, una adolescente Charlene al de Willa (Chase Infiniti) y con Lockjaw, aún más agresivo y militarizado que antes, regresando a la persecución por motivos tan virulentos como extravagantes. La aparente «calma chicha» mantenida a lo largo de esos años desaparecerá y otra etapa violenta de esa batalla empezará de nuevo.
UNA BATALLA TRAS OTRA se organiza como una permanente carrera de obstáculos. Hay una perversa y racista obsesión de parte de Lockjaw y las personas para las que trabaja (un grupo secreto de nacionalistas blancos que responde al irónico nombre de Christmas Adventurers Club) de liquidar a Perfidia y cualquiera que pueda heredar esa fiereza combativa. No son solo afroamericanos los miembros del grupo (en el «presente» del film los French 75 están más o menos dispersos y se comunican con extraños códigos y capciosas contraseñas), pero la mayoría de ellos pertenecen a una minoría étnica o racial –latinos o nativos– que Lockjaw y los suyos desprecian.
Benicio del Toro se adueñará en parte de un largo segmento de la película en el que, con la «excusa» de encontrar a Willa, los militares arman una razzia contra los latinos que se parece mucho a lo que sucede hoy bajo el gobierno de Donald Trump. No es algo que escribió Pynchon y seguramente el guión de la película estuvo listo antes de su segundo mandato, pero PTA podía prever que esas amenazas no tan veladas de la década pasada se convertirían en realidad. En el mundo que pinta ONE BATTLE AFTER ANOTHER el país es un estado policial que persigue disidentes y minorías de un modo rayano en la obsesión y el capricho.

La película no se detiene a tematizar o discutir demasiado esos asuntos, los pone en juego a modo de afiebrada película de acción, una que por momentos toma las características de una comedia familiar en la que un padre hace cualquier cosa para tratar de proteger a su hija. Bob, en su edad adulta y «fumeta» en plan EL GRAN LEBOWSKI, dejó de ser un héroe revolucionario y hoy prefiere beber, consumir drogas y ver LA BATALLA DE ARGELIA por televisión. Pero deja todo eso de lado cuando se da cuenta que van en busca de su hija.
Curiosamente lo disparatado de la película es lo que termina siendo más realista. No hace falta más que mirar las noticias (antes de entrar al cine leía que Trump mandó tropas militares a Portland) para darse cuenta que todo eso que parece ridículo en el tono comic book que por momentos PTA le imprime a la película, está mucho más cerca de ser parecido a la verdad que cualquier sesudo drama político. Los argentinos lo vemos cada día en Javier Milei: un personaje que parece sacado directamente de esta absurda ficción no tan ficción.
Es ese, entiendo yo, el sentido profundo de UNA BATALLA TRAS OTRA, la razón por la que funciona tan bien. Son las elecciones formales, las sorpresas narrativas, el extraordinario uso de la música, algunos momentos hilarantes (la fuga de DiCaprio en medio de la razzia contra los latinos, incluyendo sus problemas para recordar una contraseña), la libertad creativa de la puesta en escena y muchos otros detalles, pero lo esencial pasa por la manera en la que el realizador observa el mundo en el que vivimos hoy: absurdo, peligroso, ridículo pero ligeramente esperanzado. Sí, la vida es una batalla atrás de otra y esta hay que seguir dándola cada día.