
Venecia 2025: crítica de «Grand Ciel», de Akihiro Hata (Orizzonti)
En la construcción de un megaemprendimiento de lujo, un obrero queda atrapado entre la lealtad a sus compañeros y las presiones de sus jefes. Desapariciones, accidentes y ruidos inquietantes convierten la obra en un espacio fantasmagórico en un film que combina realismo social con alegoría para mostrar el costo humano de los sueños levantados sobre la explotación.
El cine francés siempre ha estado marcado por historias enraizadas en el mundo laboral, donde las luchas por los derechos, la dignidad y la supervivencia ocupan el centro de la escena. Huelgas, despidos, manifestaciones, la precariedad cotidiana: son temas que aparecen con tal frecuencia que casi constituyen un subgénero en sí mismo. Directores como Stéphane Brizé han construido su carrera sobre la representación descarnada de estos conflictos, mientras que cineastas como Laurent Cantet o los hermanos Dardenne (en realidad belgas) regresan una y otra vez a los entornos obreros para dar forma a sus historias sobre el trabajo. A esa tradición se suma ahora GRAND CIEL, el largometraje de Akihiro Hata, un director nacido en Japón pero afincado en Francia. Su película se mete de lleno en el mundo de la construcción, pero con un giro particular: bajo el polvo y el ruido de un megaemprendimiento inmobiliario parece esconderse algo más oscuro, casi siniestro.
La historia sigue a Vincent (Damien Bonnard), un obrero que toma el turno nocturno para ganar un poco más y poder sostener a su familia, aunque eso signifique casi no verlos. Sueñan con dejar atrás su pequeño departamento y, algún día, mudarse al complejo de lujo que están levantando, “Grand Ciel”: torres vidriadas, locales inteligentes, parques diseñados, todo listo para inaugurarse en 2035. Saben que es prácticamente inalcanzable, pero la ilusión persiste, alimentada por el trabajo de la esposa de Vincent como promotora del proyecto, que les da al menos la sensación de estar cerca de ese mundo prometido.
En la obra, en cambio, la realidad es menos auspiciosa. Una serie de problemas lleva a los trabajadores a pensar en una huelga. Vincent, en quien los jefes confían, queda atrapado en una situación difícil: ¿ponerse del lado de la empresa que lo necesita o de sus compañeros, que reclaman condiciones más justas? La desaparición repentina de un obrero inmigrante, indocumentado, agrava las tensiones. La empresa lo barre bajo la alfombra, pero para los trabajadores es una señal inquietante. Para calmar las aguas, los superiores eligen a Vincent como mediador, un rol que lo deja en el centro de un conflicto cada vez más incómodo. Quiere asegurar el futuro de su familia, pero su conciencia le marca otro camino. Y cuando otro obrero sufre un accidente grave, el frágil equilibrio se rompe de golpe.

Lo que distingue a GRAND CIEL de muchos otros dramas sociales franceses es la manera en que Hata combina ese realismo con un tono casi fantástico, inquietante. El espacio de la construcción se convierte en un lugar embrujado, lleno de ruidos extraños que atraviesan las paredes a medio terminar. Por momentos da la impresión de que los edificios mismos están vivos, devorando a los hombres que los levantan. Hata nunca lo explicita, por lo que esos toques espectrales quedan en el terreno de la metáfora. Pero el efecto es perturbador. Es como si la propia lógica monstruosa del desarrollo —y, por extensión, del capitalismo global— se alimentara de vidas humanas como si fueran materia prima. Los obreros desaparecen, los accidentes se multiplican, y el sueño de progreso empieza a parecerse demasiado a una pesadilla.
Visualmente, la película apuesta a una paleta apagada de grises y azules nocturnos, que subrayan el agotamiento del trabajo de noche y la frialdad de un futuro diseñado solo para los ricos. Bonnard le aporta a Vincent una expresión cansada, atrapado entre la lealtad a los suyos y la creciente conciencia de que forma parte de un sistema que jamás lo recompensará. El elenco secundario —en su mayoría no profesionales— refuerza esa sensación de verdad cotidiana, lo que hace que los destellos inquietantes sean aún más impactantes.
Al final, GRAND CIEL ocupa un espacio fascinante entre el realismo social y el horror alegórico. Retoma los elementos clásicos del cine laboral —las negociaciones, los quiebres, la fuerza del colectivo—, pero los refracta a través de un lente que vuelve literal la violencia del capitalismo. El mérito de Hata está en mostrar cómo la explotación no solo se ejerce a través de políticas y contratos, sino también a través de un clima de miedo, de la sensación de que hay una fuerza invisible que vigila, borra y consume. GRAND CIELes una película sobre el trabajo, sí, pero también sobre los sueños: el sueño de una vida mejor, de pertenecer, de sentirse seguro. Para Vincent y su familia, esos sueños parecen visibles pero inalcanzables. La ironía, claro, es que el mismo sistema que construye esos sueños es el que destruye a quienes los hacen posibles.



