Estrenos online: crítica de «La chica zurda» («Left-Handed Girl»), de Tsou Shih-Ching (Netflix)

Estrenos online: crítica de «La chica zurda» («Left-Handed Girl»), de Tsou Shih-Ching (Netflix)

Entre el realismo urbano y el melodrama familiar, la película sigue a una familia que vuelve a Taipei y se enfrenta a conflictos del pasado que nunca cerraron. Disponible en Netflix.

I-Jing (Nina Ye) tiene cinco años y es zurda: come, escribe, dibuja y hace todo con la mano izquierda. Nunca fue un problema ni para ella ni para su madre, Shu-Fen (Janel Tasi) y su hermana mayor, I-Ann (Shih-Yuan Ma). Pero ambas han vuelto a Taipei tras pasarse años viviendo en un pueblo de provincia y al abuelo de la pequeña no le gusta nada que use la mano izquierda. «La maneja el Diablo», le dice, ofuscado. Nadie –ni su esposa, la abuela de I-Jing– le presta atención. Pero la niña sí lo hace. Se preocupa. Se angustia. Y decide dejar de usarla. O, dicho de otro modo, asume que no le pertenece y que, efectivamente, pertenece al Mal.

El hecho aparece como un detalle, una curiosidad, pero que marcará algunos de los importantes acontecimientos en la vida de esta familia de madre y dos hijas en su regreso a la urbana Taipei, ciudad que Tsou filma con una cámara móvil y ágil, de una manera que recuerda tanto el cine de su colega y amigo Sean Baker como al del Wong Kar-wai de los años ’90. Tsou, nacida en Taiwan y radicada en los Estados Unidos, es una productora y colaboradora habitual del realizador de THE FLORIDA PROJECT, con la que esta historia tiene varios puntos de contacto, tanto formales como temáticos. Y Baker produjo, coescribió y editó la película de ella. Pero LEFT-HANDED GIRL es una historia propia, tanto desde el costado autobiográfico que tiene como en la combinación entre ese impresionismo urbano con algo más, si se quiere, tradicional del melodrama familiar asiático.

La película sigue a sus tres protagonistas casi en paralelo. La siempre ocupada y cansada madre, Shu-Fen, alquila un puesto de comidas tipo ramen en un mercado callejero de la ciudad, pero como le surgen gastos imprevistos ligados a su pasado le cuesta pagar la renta mensual. I-Ann, que bascula entre el fastidio, el enojo y la irritación permanentemente, trabaja como vendedora de «bétel», un curioso hábito cultural taiwanés que consiste en chicas en plan sexy que venden, desde locales con luces de neón, unas raras nueces que tienen efectos estimulantes usualmente a camioneros o delivery boys. Y allí la chica se mete en algunos asuntos complicados con su jefe. Y la pequeña, amable y simpática I-Jing va por la ciudad sin que nadie parezca prestar mucha atención a lo que hace. En general, la chiquita se maneja tranquila y sin problemas, hasta que empieza a dudar de su mano izquierda y todo se complica.

Estas tres historias son apenas un hilo conductor para lo que, al menos durante dos tercios del relato, es un relato más impresionista que otra cosa sobre los conflictos, dificultades y problemas de esta familia que intenta sobrevivir en la ciudad. La madre de Shu-Fen –que tiene sus propios y raros negocios– y sus hermanos no los ayudan demasiado, aún cuando las cosas se complican, y va quedando claro que hay algunos asuntos del pasado un tanto espinosos que no se han resuelto. De a poco, esas líneas dramáticas que zigzaguean casi en paralelo por las calles de Taipei se juntan todas en un evento familiar en el que, de una manera llamativamente convencional para lo que era la película hasta entonces, todos los conflictos y secretos salen a la luz, muchos de ellos ligados a una cultura históricamente misógina.

Es en ese momento en el que la película entra en conflicto consigo misma, como si Tsou no pudiera evitar colar en medio de un film que se siente libre, inquieto y, si se quiere, moderno una serie de revelaciones y enfrentamientos más propios de un melodrama asiático mucho más tradicional. En una secuencia que parece sacada de otra película, la directora parece perder el control tonal de LA CHICA ZURDA y llevarlo hacia otro territorio, muy diferente al anterior. No alcanza a arruinar del todo lo conseguido –es una secuencia de no más de 15 minutos–, pero deja la sensación de ser una oportunidad un tanto perdida. Probablemente ese caos familiar desatado sea el que transforme a la película en un éxito –seguramente es por esa secuencia que la compró Netflix–, pero es innegable que no forma parte ni está a la altura del resto de lo que se cuenta.

Si uno consigue no enredarse en el pantano de revelaciones traumáticas y escándalos públicos que se proponen allí seguramente valorará el impulso más documentalista, nervioso y verdadero que tiene el resto de la película, con sus personajes bruscos y directos, su niña encantadora pero enredada a la vez, sus personajes típicos de toda fauna urbana (el puestero entre simpático y «chanta», las vendedoras que compiten entre sí, el abuelo mañoso y la abuela un tanto pícara) y una imagen de baja resolución y con colores muy saturados que transmiten a la perfección el clima de esos barrios y mercados asiáticos. Es esa casi palpable verdad que se cuela delante de la cámara y que suele ser mucho más reveladora que lo que cualquier guión puede construir.