Estrenos: crítica de «Avatar: fuego y cenizas» («Avatar: Fire and Ash»), de James Cameron

Estrenos: crítica de «Avatar: fuego y cenizas» («Avatar: Fire and Ash»), de James Cameron

por - cine, Críticas, Estrenos
16 Dic, 2025 02:51 | Sin comentarios

La tercera entrega de «Avatar» oscila entre la armonía espiritual y la guerra total, dejando en claro que el verdadero mundo de James Cameron no es Pandora, sino el cine.

Hay algo profundamente contradictorio en Avatar: fuego y cenizas, la tercera película de la exitosa saga creada por James Cameron, algo que hace que todo el proyecto se vuelva aún más extraño y curioso de lo que es. En los papeles –y ese es uno de los puntos más interesantes de la concepción filosófica del realizador–, Avatar es algo así como una saga ecologista centrada en el cuidado del planeta (el de este film es una luna, pero para el caso da lo mismo) y en los esfuerzos de la versión galáctica de los pueblos originarios por evitar que los humanos se queden con sus recursos naturales. Se presenta también como una fabula humanista, familiar y, en más de un sentido, pacifista, acerca de poder vivir en armonía con la naturaleza y disfrutar la belleza del universo y todo lo que contiene.

Cuando uno la ve, sin embargo, más allá de lo reluciente que pueda ser toda la parafernalia creada por Cameron y equipo para retratar esos diversos escenarios entre naturales y fantásticos de Pandora en los que transcurre prácticamente toda la saga, lo más excitante y adictivo son las escenas de acción, de violencia, de agresión entre las partes, sean humanos, avatares, animales, Na’vi, lo que sea. Cuando el realizador de Terminator compone un cuadro de acción, la película cobra vida y abandona el turismo ecológico-cultural para volver a las bases de lo que hizo famoso a su realizador: su talento para crear y montar escenas llenas de acción, de suspenso, de tensión.

Fuego y cenizas crece, especialmente, en los momentos de conflicto, de batalla, de importantes decisiones de los personajes, en sus criaturas más agresivas y brutales –como la recién llegada Varang, que no para de mostrar los dientes y emitir algo así como un rugido–, y en los momentos de las relaciones paterno-filiales que parecen haber sido escritas en algún tipo de Biblia espacial publicada en paralelo a la que todos conocemos. Lo que presenta Cameron aquí es una serie de batallas por el futuro de todo y de todos, en la que participan los seres vivos y los que habitan algún tipo de universo en el que las ánimas, los fantasmas y la propia naturaleza conviven. Todos quieren vivir en paz, es cierto, pero primero tenemos un asuntillo que resolver. Y de eso se tratará, de un modo tan contradictorio como adictivo, esta tercera película.

Avatar: fuego y cenizas requiere, sí, de un breve repaso previo de cómo llegó todo hasta acá, salvo que uno quiera pasarse media película –media Avatar es una película entera de duración normal– tratando de adivinar quién es quién, quién está dentro de quién y porqué la voz de ese personaje secundario se parece tanto al de una actriz conocida. Lo cierto es que la historia recupera a la familia protagonista, compuesta por Neytiri (Zoe Saldaña), Jake Sully (Sam Worthington), sus dos hijos Lo’ak y Tuk, su hija adoptiva Kiri (Sigourney Weaver) y su humano hermanastro Spider (Jack Champion), mientras lidian con algunas nuevas amenazas y problemas varios.

En su viaje hacia otros territorios para proteger a Spider –a quien los humanos buscan–, los protagonistas se toparán con la tribu Mangkwan, una agresiva, violenta y no particularmente simpática comunidad que parece estar haciendo sus propios arreglos con el complejo industrial-militar para perjuicio de sus coterráneos. Liderados por la feral Varang (Oona Chaplin), estos chicos y chicas serán unos de los antagonistas de nuestros sufridos héroes. Por supuesto que los humanos siguen siendo los grandes enemigos a vencer, con su necesidad de saquear a los locales de sus recursos naturales sea como sea. Y allí el mandamás sigue siendo la nueva versión del Coronel Quaritch (Stephen Lang), cuyo fisonomía habrá cambiado pero no así sus intenciones y su brutalidad.

En medio de esos cada vez más virulentos enfrentamientos, la propia familia lidia con disputas y conflictos internos, exacerbados desde que Neteyam, su hijo mayor, murió (algo que sucedió en la película anterior, El camino del agua, no hay spoilers aquí) y el que sobrevivió fue Spider, al que Neytiri mira con más odio que dudas, más violencia que incomodidad. Por ese lado pasará la línea dramática más personal del film, una que se conecta con los asuntos principales por motivos por todos conocidos (si no saben o recuerdan, el tema pasa por quién es el verdadero padre del tal Spider), pero que Cameron presenta en los momentos más intensos del film, los que sin dudas serán catalogados como «bíblicos» por motivos que ya adivinarán.

Lo central en Fuego y cenizas, de todos modos, no pasa ni por la trama (rebuscada), ni los efectos especiales (espectaculares) ni la cosmogonía del realizador, sino por la manera en la que todo eso queda en segundo lugar cuando Cameron suelta las amarras, se desprende un poco de esa versión adulta y reflexiva suya, y libera al adolescente eterno que quiere ver a sus criaturas chocar hasta desgarrarse en pedazos por el tiempo que sea necesario. En la segunda mitad de la película, Cameron está en su verdadero universo. Que no es el de Pandora, sino el del cine. Allí, todos hablamos el mismo idioma y todos nos entendemos con todos.