Streaming: crítica de «High Flying Bird», de Steven Soderbergh
El prolífico realizador de «Erin Brockovich» sigue mostrando su talento en distintos formatos. En este caso, en un film de Netflix realizado en dos semanas con un iPhone y centrado en la trastienda de la NBA. Un muy buen drama sobre el poder y dinero en el mundo del deporte.
Pese a haber ganado Oscars y Palmas de Oro, Soderbergh es un cineasta que no se queda quieto ni cree en eso de «la consagración» o «la gloria». Al contrario, cada vez que parece llegar a cierto grado de celebridad o importancia pega un giro de 180 grados y hace algo completamente distinto. Ya es parte de su rutina (lo viene haciendo desde el principio de su carrera, hace ya 30 años), pero más aún desde que anunció una especie de retiro del cine hace ya unos años. Ese retiro no fue tal. Se trató, en realidad, de una especie de anuncio de liberación de ciertos modos del cine comercial. Desde entonces ha hecho series de televisión, películas para cine pero distribuidas artesanalmente y este film para Netflix, cuyo estreno mundial no fue en Cannes ni en Berlín ni en Sundance sino en Slamdance.
Como se sabe, Soderbergh filma, edita y fotografía sus propias películas a una velocidad impensada hace unos años. HIGH FLYING BIRD se filmó en dos semanas (se editó durante el rodaje, costumbre ya del realizador de TRAFFIC) con un iPhone seguramente más tuneado que el que tiene la mayoría de los mortales, con unos pocos actores y escenarios. Esta suerte de «explicación» no intenta, aclaro, funcionar como justificación de nada. Al contrario. Es la prueba de que con talento, un muy buen guion y un par de extraordinarios personajes se puede hacer una gran película con muy poco. En Hollywood.
HIGH FLYING BIRD es la clásica película deportiva que se desarrolla detrás de bambalinas. Como JERRY MAGUIRE, EL JUEGO DE LA FORTUNA o DRAFT DAY, por citar a algunas similares, se centran poco y nada en el juego (esta trata sobre básquet y casi no tiene escenas de partidos) y más en los negocios que rodean a los jugadores, un universo riquísimo en conflictos éticos, morales y contradicciones que pocas veces se ha pintado cinematográficamente en relación al fútbol. Pero los norteamericanos son especialistas en el drama de los novatos, de las huelgas, los contratos, las peleas por jugadores entre equipos. Y esta película, de manera minimalista pero muy precisa, pinta ese mundo a la perfección.
Los jugadores de la NBA están en huelga por los usuales problemas de límites a los contratos y ese es el marco de la historia. Ese factor es un problema para Erick (Melvin Gregg), un rookie que no ha visto un dolar desde que firmó su contrato. Su agente, Ray (el excelente Andre Holland), también sufre en carne propia los problemas de ese shutdown deportivo y la película se centra en el dilema que viven ambos en relación a aceptar ser manoseados y utilizados por los poderosos dueños de equipos de la NBA o mostrar su poder de alguna otra manera.
Con diálogos ácidos y veloces de la escuela clásica norteamericana –escuela que Soderbergh maneja con soltura, ver si no UN ROMANCE PELIGROSO–, la película de algún modo se pregunta si existen opciones para que los jugadores no tengan que depender de los abusos de los dueños (representados aquí por Kyle MacLachlan). Un poco a la manera de Netflix enfrentándose a los grandes estudios con estrategias propias, HIGH FLYING BIRD trata de pensar opciones para salir de esa moderna forma de esclavitud (multimillonaria para algunos, pero no para todos) que viven muchos deportistas afroamericanos. Tomando en cuenta las redes sociales y el culto a la personalidad, ¿no existe ahí un nicho para ser independiente?
Esas ideas –que claramente se aplican a lo cinematográfico, televisivo o musical– se van desarrollando en un contexto de conflictos personales, como el que Ray tiene con su asistente Sam (Zazie Beets, de la serie ATLANTA), que trata de encontrar una solución «dentro de las reglas», o con la propia madre del jugador, que no confía en las opciones que plantea o las sorpresas que se trae el agente. En el medio, se desarrolla un sutil triángulo amoroso, lo mismo que un enfrentamiento con otro jugador que firmó para el mismo equipo pero con el que parecen haber asuntos y problemas irresueltos. Y en todo momento queda la sensación de que Erick –con la ayuda de su mentor (Bill Duke)– está tratando de encontrar la forma de darle vuelta al asunto mostrando las flaquezas de una institución deportiva que, en el fondo, no deja de actuar de manera racista.
En su drama de oficinas y pasillos, de enfrentamientos verbales y encuentros en bares, Soderbergh habla –como en muchas de sus películas– de la posibilidad de encontrar un camino personal e individual dentro del mundo del trabajo. En este caso, el de los artistas y deportistas en relación a los sistemas creados por la propia industria. Si un iPhone y Netflix lograron romper con ciertos monopolios y tradiciones (si fue para bien o para mal, eso es otra discusión) también se puede pensar que los deportistas pueden hacerse cargo de sus propios destinos y negociar desde lugares de poder antes inimaginables. Quien sabe si los resultados serán o no positivos, pero es cierto que –perdón por la obvia metáfora–, hoy en día la pelota está en su campo.