Festival de Cartagena: Balance
En sólo cinco años, el Festival de Cartagena se transformó en uno de los mejores de América Latina. Ya sé, me dirán que es uno de los más antiguos y que esta no es la quinta sino la 55° edición, pero lo cierto es que a partir de 2011 el festival empezó a ofrecer una […]
En sólo cinco años, el Festival de Cartagena se transformó en uno de los mejores de América Latina. Ya sé, me dirán que es uno de los más antiguos y que esta no es la quinta sino la 55° edición, pero lo cierto es que a partir de 2011 el festival empezó a ofrecer una programación atractiva, compleja y arriesgada como para ser considerado entre los eventos más interesantes del continente. Antes, no tanto…
Difícil compararlo con otros porque cada uno tiene sus dimensiones y especificidades, pero para lo que es un festival relativamente grande (en cantidad de películas, invitados, eventos en paralelo) habría que compararlo tal vez con el de Mar del Plata, ya que sus programadores tomaron un evento algo antiguo y un tanto desacreditado y lograron darlo vuelta en la consideración cinéfila gracias a traer muy buenas películas y a apostar por los descubrimientos.
Como todos los festivales «grandes» y «para todos los públicos», su programación por momentos puede parecer un tanto caprichosa y no siempre consistente, pero ese es un problema muy difícil de resolver para eventos de este tipo. Valdivia o FICUNAM, con sus distintos pero más acotados tamaños, pueden apostar a una programación de riesgo en todas sus líneas, pero Cartagena –como el festival colombiano por excelencia– tiene que mantener una línea de programación más amplia que lo hace por momentos contradictorio. Por poner un ejemplo, no parece muy lógico tener una retrospectiva de un gran maestro como Raymond Depardon junto a la de un cineasta a esta altura impresentable como el coreano Kim Ki-duk, pero esta es la lucha siempre complicada de estos eventos: ¿apostar por una línea dura en todos sus frentes o abrirse a otras opciones?
Cartagena logra balancearse bastante bien en ese terreno pantanoso. Por supuesto que hay películas como THE TRIBE o WHITE GOD que uno preferiría no tener que cruzarse ni de lejos (solo pensar en volver a ver un fotograma de alguna de ellas me descompone), pero también es innegable que fueron dos de los éxitos festivaleros del año y a veces este tipo de festivales no pueden evitarlas. Lamentablemente…
Pero si uno juzga al festival por sus competencias, hay que decir que son irreprochables. Pocos eventos en el continente logran el balance entre cine de riesgo (RAGAZZI, LUCIFER, JAUJA) y otros filmes más «de público» como GENTE DE BIEN, NN, 600 MILLAS o IXCANUL sin tener casi películas impresentables (tal vez haya faltado más presencia de Brasil). Lo mismo sucede en la sección competitiva de Documentales. Si bien no vi todo lo programado allí, títulos como NO TODO ES VIGILIA, LA ONCE, ECOS DE LA MONTAÑA, INVASION y LA SELVA INFLADA son representantes entre muy buenos y más que dignos del género.
Ya habrá tiempo de comentar con más extensión los filmes colombianos de la competencia local, pero puedo adelantar que la ganadora EL SILENCIO DEL RIO , de Carlos Tribiño Mamby, es un filme extraordinario, seguramente uno de los mejores producidos en Colombia en 2015, mientras que otros que vi –las citadas SELVA INFLADA, GENTE DE BIEN y LA SEMILLA DEL SILENCIO, cuya similitud con el «caso Nisman» en Argentina es sorprendente– también tienen muy buen nivel.
El festival incluye también una cada vez más grande variedad de actividades paralelas, muy bien organizadas, como charlas con cineastas (Luis Ospina, Pablo Trapero y Darren Aronofsky, además de los citados Depardon y KKD), mesas redondas, una sección de Work in Progress y Talleres para periodistas, críticos y festivales. Es cierto que a veces este circuito «de industria» cada vez más grande puede terminar siendo un problema y afectar la esencia cinéfila de todo festival, pero hay que reconocer que al menos por ahora la programación de Cartagena no parece demasiado afectada por las llamadas presiones de la industria, logrando combinar los distintos «anillos olímpicos» que componen un festival de cine de una forma bastante fluida.
Mi sensación tras esta edición del festival –es la tercera a la que voy– es la que está en un punto justo, de esos que a veces se vuelven peligrosos. La inevitable tentación a crecer, a volverse un pulpo o un supermercado cinematográfico está ahí y debe ser difícil contenerla. El desafío del festival, de aquí en adelante, será conservar el prestigio y la «marca» obtenidas a lo largo de estos últimos años (un lugar que, además de ser bello y con gente amabilísima, programa además una mayoría de muy buenas películas) y no perder esa línea por exceso de ambición de querer tener todo hasta perder su «sabor». La receta, así como está, funciona muy bien. Y más allá de que cada cual pueda sentir que modificaría esto o aquello, que no programaría tal o cual película o que cambiaría a Kim Ki-duk por casi cualquier otro cineasta coreano, no hay dudas que el menú está entre los mejores que tiene para ofrecer el mundillo de los festivales latinoamericanos.
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