Cannes 2017: crítica de «120 Beats Per Minute», de Robin Campillo
Con una actuación excepcional de Nahuel Pérez Biscayart que lo deja como fuerte candidato a ganar el premio a mejor actor, este notable filme del realizador de «Les revenants» documenta de manera urgente y a la vez sensible los primeros años de la militancia contra la indiferencia del gobierno francés y las farmaceúticas para visibilizar y tratar el tema del sida.
Los terriblemente dificultosos primeros años de lucha contra el sida fueron bastante documentados en filmes tanto de ficción como documentales. Pero en el caso de 120 BEATS PER MINUTE, la película del guionista y realizador francés de LES REVENANTS, el ángulo elegido la vuelve novedosa. Por un lado, por suceder en Francia, un país en el que las especificidades de esa lucha fueron distintas a las de Estados Unidos. Y, por otro, por estar tratada de una manera vibrante, energética, como si la cámara estuviera en medio de esos debates y «campos de batalla» tanto culturales como humanos.
El centro del filme es la actividad de la organización ACT UP, en su filial francesa, a principios de los ’90. Es un grupo de no más de 50 integrantes –algunos seropositivos y otros, no– que deciden actuar de manera más directa y brutal para llamar la atención sobre una enfermedad terrible y terminal sobre la que buena parte de la gente prefería no pensar ni mirar. Mientras los laboratorios farmacéuticos demoraban calculadamente sus nuevas medicaciones y el gobierno no hacía campañas claras para concientizar a la población sobre cómo protegerse, los miembros de ACT UP cometían sus actos simbólicamente brutales para darle visibilidad a la situación.
La película ocupa buena parte de su tiempo (tal vez demasiado) en mostrar los debates en el seno de la agrupación, con sus códigos casi militares de organización y sus disputas internas entre los más radicales y los un tanto más conciliadores. Entre los actos públicos que cometieron –la película se basa en los recuerdos de Campillo, que participó en el grupo– estaba el ir a un laboratorio, entrar a puro cántico y llenarlo de pintura roja color sangre; meterse en un colegio a repartir de prepo preservativos cuando las autoridades todavía no lo hacían ni aceptaban, bañar de (falsa) sangre a políticos y otros «acting ups» de similar brutalidad simbólica. Pero además de eso, la película muestra sus salidas, relaciones personales y sus momentos más festivos: aún en medio del sufrimiento (algunos de los miembros estaban ya con síntomas, otros no), encontraban lugar para celebrar, bailar, enamorarse, tener sexo y seguir viviendo.
La urgencia estilística inicial del filme –que recuerda a esas películas sobre el París del ’68– va dando paso a una segunda parte un tanto más grave, en la que algunos de los miembros más destacados del grupo empiezan a sufrir más fuertemente los efectos de la enfermedad. Es allí que cobra protagonismo absoluto el actor argentino Nahuel Pérez Biscayart quien –en un perfecto francés, cuyo leve acento está justificado por el hecho de que el personaje es hijo de una chilena– es uno de los miembros más combativos e intensos del grupo. Sean (tal es su nombre) empieza una relación con un recién llegado al grupo, Nathan (Arnaud Valois), que es HIV negativo. Y esa relación toma el centro de la escena y crece en paralelo al deterioro de la salud de Sean.
En una performance extraordinaria que lo deja muy bien encaminado para ganar el premio al mejor actor aquí en Cannes, con un jurado presidido por Pedro Almodóvar, Biscayart (GLUE, EL AURA, LA SANGRE BROTA, LULU, quien hace ya años viene trabajando en Francia) muestra todas las facetas de su personaje: el humor, la ironía, el activismo político más potente y, finalmente, su dignidad y coraje ante las situaciones cada vez más difíciles que le toca atravesar. Valois no se le queda atrás, aunque su personaje funciona más claramente como un representante de ese «espectador común» que se involucra de a poco en lo que pasa y necesita entenderlo bien.
La película de Campillo (coguionista de ENTRE LOS MUROS, ganadora aquí de la Palma de Oro, filme con el que tiene algunos puntos en contacto, especialmente en los continuos debates) no es del todo redonda ya que sus casi 150 minutos generan bastantes reiteraciones y algunas escenas no están tan logradas como otras. Pero más allá de pequeños momentos fallidos o repetidos, la vitalidad, vibración y emoción que la película produce durante casi todo su desarrollo son innegables. 120 BPM es un filme vivo y urgente, que habla en buena medida de la muerte (en función de la situación de los HIV positivos hace 25 años) pero lo hace también con humor y sin excesivo sentimentalismo ni un abuso de los lugares comunes a los que a veces han recaído algunos filmes norteamericanos sobre este tema. Y es, también, un filme político, sobre las formas de hacer política y de salir a la calle a visibilizar temáticas que, por distintos motivos, no reciben la atención oficial o mediática que merecen.
Asistí ayer a la proyección de esta película y en lo personal creo que es el mejor film de ficción que retrata el tema del SIDA. Dura, conmovedora, política, claramente superior a Philadelphia. Es indudable que el cine europeo está muy por encima del norteamericano cuando se trata de exponer este tipo de temas y problemáticas sociales. Hay una mirada intelectual y crítica que es difícil encontrar aún en el llamado cine independiente. Volviendo al film, hay que mencionar un trabajo monumental de Biscayart que lo sitúan a sus 30 años como el mejor actor argentino actual. Pero como se dice y generalmente resulta ser así, «nadie es profeta en su tierra». Su capacidad actoral es inversamente proporcional al desconocimiento que el público de su país tiene sobre sus trabajos.