Cannes 2018: crítica de «Chuva é cantoria na aldeia dos mortos», de Renée Nader Messora y João Salaviza (Un Certain Regard)
Esta coproducción brasileño-portuguesa que ganó el Gran Premio del Jurado presidido por Benicio del Toro explora la complicada vida de un joven de una tribu indígena del norte del Brasil para contar una historia de crecimiento y toma de responsabilidades en una comunidad tradicional que enfrenta los desafíos de la modernidad.
Las películas sobre comunidades indígenas que circulan por los fesivales internacionales siempre corren un importante riesgo, el de promover una cierta explotación turística exótica, un producto donde conceptos como tradición, tierra y cultura son utilizados como significantes puros, una forma de atraer los ojos del Primer Mundo a los aspectos más obvios y «coloridos» de algún pueblo originario latinoamericano. Esa búsqueda puede o no ser intencional de parte de los directores ya que muchas veces se escapa casi sin que se den cuenta. Uno de los grandes aciertos de CHUVA E CANTORIA NA ALDEIA DOS MORTOS es trabajar el borde de ese territorio minado sin jamás pisarlo, sin ceder nunca al pintoresquismo ni a la «pornomiseria». Al contrario, al darle a esas tradiciones un contexto y un marco más que naturalista (a tal punto que varios críticos estadounidenses pensaron que era un documental), la brasileña Nader Messora y su pareja, el reconocido y un tanto más experimentado realizador portugués Joao Salaviza lograron adentrarse en ritos y costumbres del pueblo Krahô para contar una historia a la que muy bien le cabe la definición de «coming of age».
Esta comunidad vive en un remoto paraje llamado Pedra Branca en el estado de Tocantins, en la zona norte-centro de Brasil. Allí se instalaron los realizadores durante varios meses y crearon la historia con los propios habitantes. La película está centrada en Ihjac, un joven de 15 años cuyo padre ha muerto y con el que parece comunicarse a través del río. Para salir de esa suerte de limbo y morir en paz, el hijo debe cumplir con un pedido de su padre y de la tradición Krahô: hacer un gran funeral en su nombre. Pero el joven no parece ser capaz de afrontarlo. Ni esa tarea ni hacerse demasiado cargo de su mujer y su pequeño bebé. Ihjac sufre molestias y dolores que lee como posibles revelaciones shamánicas aunque un occidental las consideraría más cercanas a algún tipo de ataque de pánico o stress.
A lo largo de la primera de las dos horas del filme, los directores siguen a Ihjac y su familia mantener discusiones y atender ceremonias y ritos tratando de curar sus males, pero sin conseguirlo, mientras la vida en la comunidad continúa como si la acción transcurriera varios siglos atrás. Frustrado, Ihjac decide viajar lo que parecen ser cientos de kilómetros a una ciudad para ser atendido por médicos. Allí la película se conecta con la actualidad. Estamos en un Brasil más familiar y reconocible del interior de ese país. Entre autos, bares, mercados, gente, ruido y música (hace una curiosa aparición radial «Cementerio Club», de Pescado Rabioso), Ihjac va a un centro médico en el que intenta que lo ayuden con sus dolencias potencialmente psicosomáticas. Como le asegura alguien, tal vez el chico sea «hipocondríaco».
CHUVA E CANTORIA… resolverá de la manera esperable este conflicto en el sentido de cumplir con ciertas reglas casi tradicionales de lo que sucede cuando un joven tiene que asumir responsabilidades de adulto. Pero pese a que el cuento funcione dentro de un esquema clásico, formalmente el filme va por otro lado. Nader Messora y Salaviza documentan, exploran y observan a los personajes, sus diálogos, silencios y encuentros, sus tradiciones y rituales, tomándose el tiempo necesario para que el espectador se sienta dentro de ese mundo, vivenciándolo como ellos. A su vez, al mantener el punto de vista siempre en Ihjac en su viaje a la ciudad, es justamente allí que la película que se vuelve misteriosa y extraña y no tanto la aldea, en la que el protagonista se mueve con familiaridad.
Si bien existen los previsibles choques culturales al llegar allí (Ihjac no tiene los papeles necesarios, no habla del todo bien portugués, es tratado cuando llega pero dejado de lado cuando los médicos dictaminan que no parece tener nada serio), los realizadores no ponen necesariamente el eje ahí sino en el viaje literal y metafórico del personaje, las tribulaciones por las que atraviesa tratando de curarse y ver si es capaz de cumplir con su supuesta misión ancestral. En la forma en la que mitos originarios y ansiedades modernas se combinan, la película parece dejar en claro que, más allá de los nombres de las enfermedades y los modos de tratarlas, algunos miedos vitales son los mismos en cualquier siglo, lugar o cultura. Cuando un anciano shamán canta y danza tratando de curarlo, más allá de algunas formas, tampoco es tan distinto de algún tipo de medicina alternativa de uso actual.
CHUVA E CANTORIA… encuentra espacios para dejar en claro la marginación que viven los kraho, las mezclas culturales que empiezan a aparecer de a poco en el relato (teléfonos celulares, televisión, canciones populares) y las presiones de políticos que ofrecen comprar sus votos por unos pocos reales. A la vez muestra la felicidad de lo cotidiano: un baño en el río, los rumores de algún affaire amoroso, la sencillez de un modo de vida que, si bien puede ser curioso y hasta exótico para la mirada ajena, jamás está mostrado desde ese lugar. Al rato uno se acostumbra al ritmo de vida y los problemas de los kraho, al punto tal que entiende el fastidio que les puede producir lidiar con el hombre blanco, un poco a la manera del cine de Apichatpong Weerasethakul, cuya manera realista de mostrar usos y costumbres de comunidades insulares lo han transformado en un referente para los cineastas que trabajan en este tipo de territorios donde lo tradicional y mágico se mezcla con cierta modernidad occidental.
Como detalle curioso, Salaviza y Nader Messora estudiaron un tiempo en la Universidad del Cine de Buenos Aires, y aquí trabajan con producción de Ricardo Alves Jr. y sonido de Pablo Lamar, otros dos ex FUC. El portugués, que es un admirador de Lisandro Alonso y Lucrecia Martel, ya venía de ganar varios premios con cortos como ARENA (Palma de Oro en Cannes 2008) y RAFA (Oso de Oro en Berlín 2012), y debutado en el largo en 2015 con MONTANHA. Aquí, en compañía de Renée, parece haber logrado llevar su carrera hacia nuevos escenarios y formatos narrativos pero sin por eso abandonar los temas que viene transitando a lo largo de su carrera, fundamentalmente centrada en las penurias y complicaciones en las vidas de jóvenes y adolescentes con familias o figuras paternas ausentes o problemáticas que deben enfrentar situaciones que los obligan a crecer de una u otra manera. A hacerse cargo. Sea en Lisboa o en el medio de la sabana brasileña.
Nota: la última foto es de la protesta que el equipo de la película hizo en la alfombra roja de Cannes reclamando por la demarcación urgente de los territorios indígenas y el fin el genocidio de esas comunidades.