Cannes 2018: crítica de «Los silencios», de Beatriz Seigner (Quincena de Realizadores)
Entre el drama sociopolítico y el realismo mágico opera esta película brasileña filmada en la triple frontera de ese país con Colombia y Perú y centrada en una familia colombiana desplazada por los conflictos en ese país que debe reubicarse en un lugar extraño y poblado de misterios.
LOS SILENCIOS es una producción brasileña que transcurre en una isla ficcional ubicada en la frontera tripartita entre ese país, Colombia y Perú (en lo que aparenta ser muy cerca de la ciudad, real, de Leticia, Colombia) y que combina de manera bastante efectiva pero también efectista distintos modelos de relato. Se trata de un filme sobre los desplazados del conflicto colombiano y narra la llegada a esa isla de Amparo, una mujer que ha quedado viuda como consecuencia de esa guerra, con sus dos hijos: un pícaro y muy independiente niño pequeño y una silenciosa y tímida niña un tanto más grande.
En su nueva locación, Amparo intenta conseguir trabajo, llevar a la escuela a sus niños y tratar de cobrar una indemnización por parte de la petrolera que habría matado a su marido. Pero ninguna de las tres cosas son sencillas. En el medio, cosas raras empiezan a suceder en una isla que tiene la fama de estar habitada por fantasmas. Entre ellas, la reaparición del marido en cuestión, que puede ser o no real. Pero eso es solo el principio de este extraño viaje que mezcla, por un lado, cierto realismo social a la hora de hablar del conflicto y plantear los problemas burocráticos de los desplazados usando muchos actores naturales con algo más cercano a lo fantástico, al punto que denominarlo «realismo mágico» no sería del todo errado.
Pero el realismo mágico de Seigner no es necesariamente el clásico, el que nos tiene acostumbrados el cine y la literatura latinoamericanos de décadas anteriores. Por momentos la película se acerca un poco más a cierto cine del sudeste asiático (digamos, Apichatpong Weerasethakul) a la hora de mostrar cómo lo real y lo fantástico se cruzan naturalmente, de modo casi cotidiano y poco sorprendente. En otros, sin embargo, la directora no puede evitar caer en cierto preciosismo visual y motivos dramáticos propios de «película festivalera latinoamericana» sobre la violencia en el continente.
El balance es delicado ya que la línea es muy fina entre la honesta representación del dolor y del sufrimiento de los desplazados y la explotación un tanto más burda que hace cierto cine latinoamericano al tratar temas similares. La película emociona y sorprende con una historia que, aún dentro de las características de este tipo de relato social, se permite un lugar para los golpes de efecto más típicos de películas de suspenso clásicas. Pero ahí donde una elección resulta original y lograda (hay una muy particular escena con una «asamblea de fantasmas», sin ir más lejos, o algunas situaciones curiosas con el niño) hay otras que bordean el mal gusto o el exotismo, como un intento de violación o una colorida ceremonia religiosa cuya planificación visual for export tira por la borda las emociones genuinas conseguidas solo unos minutos antes.