Estrenos: crítica de «La casa junto al mar», de Robert Guédiguian
La nueva película del veterano realizador francés de «Marius & Jeannette» se centra en una familia disfuncional que se reúne cuando el padre tiene un ACV que los obliga a replantearse sus vidas. Con el elenco habitual que acompaña al director desde siempre, la película no le escapa a ningún cliché del cine francés «comprometido».
Veinte años atrás, con películas como MARIUS & JEANNETTE, A TODO CORAZON y LA CIUDAD ESTA TRANQUILA, entre otras, Robert Guédiguian se erigía como una suerte de versión francesa de Ken Loach, un cineasta que apostaba al drama social con espíritu progresista, en un estilo un tanto más teatral pero relativamente similar al de Laurent Cantet, por citar un ejemplo. Lo cierto es que Guediguian ha seguido haciendo más o menos lo mismo desde entonces, cambiando poco y nada el estilo con el que empezó a trabajar en los ’80. Y manteniendo los actores. Lo cierto es que si bien eso da muestras de coherencia y hasta de nobleza es igualmente cierto que su cine se ha vuelto repetitivo y previsible, algo parecido a lo que pasa con los cineastas antes mencionados.
LA CASA JUNTO AL MAR intenta combinar dos ideas o tradiciones del cine francés: el drama de familia disfuncional y el de conflictos sociales/políticos. De hecho, se podría decir que la película empieza como el primero y concluye como el segundo. En el medio, todo lo previsible que uno puede imaginar en este tipo de relato. ¿Bien contado y actuado? Probablemente. Pero tan repetitivo y obvio que uno puede imaginar cada situación varios minutos antes que suceda. Es una suerte de manual de sensibilidad progre básico (la idea sería algo así como que toparse con unos niños árabes refugiados puede ayudar a resolver los conflictos de una familia burguesa que se volvió ombliguista y dejó de pensar en los otros) que conmueve si uno no vio antes decenas de historias similares. El humanismo de manual es tan tedioso y previsible como el shock últimamente tan de moda.
Hay un familia que tiene una casa junto al mar y también un restaurante, pero el pater familias ha tenido un ACV y ha quedado en estado vegetativo, algo no muy diferente de hecho a lo que sucede en LA QUIETUD, de Pablo Trapero. Y sí, los hijos vienen a ver al padre y también los problemas se desatan. Está Angèle (Ariane Ascaride) una famosa y veterana actriz que está distanciada de su familia por asuntos trágicos del pasado por los que culpa a su padre. Está su hermano, Joseph (Jean-Pierre Darroussin), un líder sindical, profesor y escritor que supo ser militante y que tiene, como cualquier francés que se precie, una novia mucho más joven (Anaïs Demoustier) que encima lo engaña con Yvan (Yann Trégouët), uno de su edad. Y el de su edad, para ir aún más lejos, es un empresario que cree en los números y que a toda costa quiere vender o volverlo más «cool» al restaurante familiar que el patriarca siempre mantuvo a precios populares para la gente del pueblo. Turístico, si, pero pueblo al fin. Yvan, además, debe lidiar con sus padres, severos ancianos de izquierda que no entienden como su hijo les salió así. Y harán lo suyo para demostrarlo. Ah, y además hay un pescador poeta y sensible, pero mejor eso no se los cuento…
Y eso es solo el principio. En el medio estará la policía buscando inmigrantes ilegales que andarían escondidos por ahí. La familia no sabe nada del tema pero uno se da cuenta pronto que, cuando lo sepan, arreglarán todos sus problemas gracias a ellos, como la tradición paternalista europea culposa así lo tiene definido en sus manuales de estilo. Y no les contaré lo que sucede después porque todo lo que se imaginan sucede. Si algo hace que LA CASA JUNTO AL MAR mantenga cierto interés fuera de las obvias discusiones sobre los sueños rotos, las traiciones y otros diálogos de película argentina de los ’80 está en la acidez y las chispas que se sacan Ascaride, Darroussin y Gérard Meylan, que encarna a otro de los hermanos. A tal punto estos tres se conocen las mañas que Guediguian inserta un flashback con ellos mismos, que en realidad fue filmado más de treinta años atrás para otra película. Esa química de troupe teatral salva a la película de caerse del todo.
Como se vio en la reciente edición del festival de Cannes, hay un cierto cine social que se hace hoy en ese país (me vienen a la mente las últimas películas de Nadine Labaki o Eva Husson) que está tan pero tan preocupado por mostrar el carnet de lo políticamente correcto que ha perdido hasta esa cierta incomodidad (o incorrección) que nos permitía encontrar en el cine francés muchas veces algo sorprendente, inesperado, inusual. Es cierto que Guediguian nunca pretendió ser otra cosa que un humanista sensible y preocupado por el mundo. El problema no es ese sino que sus películas no son otra cosa que un muestrario literal de sus preocupaciones.