Estrenos: crítica de «Sinónimos», de Nadav Lapid
Una comedia política virulenta sobre un israelí que deja su país del que no quiere saber nada para irse a vivir a Francia, la nueva película del director de «The Kindergarten Teacher» es brutal, honesta, temeraria y muy divertida.
El cine de Nadav Lapid no es sutil ni nada parecido. Más bien, al contrario. Sus películas atacan con la potencia de un toro desatado y la ya famosa «elegancia» de un elefante en un bazar. Todo en su cine es agresivo, desenfadado, furioso, bestial. Y estos posibles sinónimos bien podrían usarse en esta SINONIMOS, su nueva película, que cuenta las experiencias de un israelí que se va de su país, del que no quiere saber nada a punto de no hablar ni una palabra de hebreo, a vivir a Francia. Más precisamente a París.
Está claro que Yoav no es un refugiado. Al menos no uno tradicional, aunque él dice verse así, expulsado por un país que no entiende y que no lo entiende. El sueña con ser francés y se dedica a estudiar todo el tiempo su lengua, repitiendo obsesivamente definiciones del diccionario. Pero la adaptación no le es nada sencilla y, a falta de trabajo, no le queda otra que terminar junto a unos guardias de seguridad israelíes, autoconvencidos de ser «los mejores del mundo», y hasta trabajando en la Embajada de ese país.
Pero Yoav (el desenfadado Tom Mercier), al que en la absurdamente graciosa escena inicial le roban todas sus pertenencias, no se siente a gusto en esos trabajos. Entabla una relación de amistad con dos franceses diletantes y millonarios: él un banal aspirante a escritor y ella, intérprete de oboe. Con ellos comparte y regala sus historias personales y familiares (su relación con la leyenda de Héctor de Troya es un leit motiv del film) para luego terminar enredado emocionalmente más de lo necesario. Y su «sueño francés» empieza de a poco a resquebrajarse. Ha dejado un país que odia y niega, pero su nuevo hogar tampoco resulta demasiado acogedor.
La trama de SYNONYMS puede hacer pensar en una de las tantas comedias de ese subgénero conocido como «pez fuera del agua». Y si bien en el arco narrativo del personaje lo es, en lo formal es una película puramente personal, que solo puede hacer un desvergonzado y atrevido como Lapid, que hace andar desnudo a su protagonista buena parte de su película, lo hace atravesar situaciones absurdas (o generarlas él mismo) y arma una serie de secuencias que mezclan fuerte crítica política con un absoluto delirio formal, incluyendo movimientos de cámara arriesgadísimos y escenas (y personajes) tan pasados de rosca que nos irritan y nos caen simpáticos al mismo tiempo.
Yoav es esencialmente así. Su desidia por su pasado israelí y en especial su paso por el ejército puede ser comprensible (hay un par de flashbacks que lo prueban), lo mismo que su ilusión por encontrar la salvación en Francia, pero sus comportamientos delirantes (hay varias escenas desopilantes y a la vez emocionalmente fuertes a lo largo de la película que mejor no adelantar) lo vuelven un personaje casi peligroso. Para él y para los demás. Y Lapid lo sabe. Su especialidad son esos personajes que comprendemos y a la vez nos fastidian. Y Yoav acaso sea el mejor ejemplo de todos ellos.
El film es un compendio de escenas notables en las que se pone en juego el tema de la identidad. ¿Se puede decidir dejar de ser del país que uno es por más odio que se le tenga? ¿Cuánto nos marca una cultura por más que la querramos negar a cada paso y que nuestros conciudadanos nos den vergüenza ajena? SINONIMOS (paso de largo el subtítulo explicativo local, UN ISRAELI EN PARIS) trabaja más el tema israelí que el judío –la religión apenas se menciona– pero es claro que a Yoav las connotaciones que tiene su nacionalidad lo atormentan. «Mi abuelo dejó de hablar idish y pasó a hablar hebreo porque no quería hablar la lengua por la que fue golpeado –dice en un momento, en francés claro–. Creo que él estaría orgulloso de lo que yo estoy haciendo». Y si bien puede resultar extraña la comparación, hay algo cierto en eso.
Los golpes (porque son eso, golpes más que críticas) no solo son a la cultura israelí militarista sino también a la elite cultural francesa, a la que Yoav (y Lapid, quien asegura que la película tiene muchos elementos autobiográficos de cuando él se mudó a París) también ridiculiza en una serie de escenas propias de sketchs humorísticos a lo Monty Python. Algunas funcionan mejor que otras, pero el director de POLICEMAN no le tiene miedo a nada y no conoce la palabra vergüenza, pudor o delicadeza. Su estilo, en cierto modo, refleja esa cultura e identidad con la que tiene tantos conflictos: es arrogante, brutal y se lleva todo por delante pero también es autocrítica, paródica y tiene un humor que no conoce de correcciones políticas al uso. Su película es un desgarrado grito de un hombre sin lugar en el mundo y una comedia política que golpea con la violencia de una tormenta de granizo sobre la cabeza de los espectadores.
No acuerdo con la introducción: La maestra de jardín era una película de un medio tono y una sutileza admirables, pero que no elude la franqueza