Festival de San Sebastián: crítica de «Akelarre», de Pablo Agüero
La historia de una «caza de brujas» en el País Vasco a principios del siglo XVII es el eje de esta historia que tiene como tema la opresión a las mujeres a lo largo de la historia y las diferentes formas de rebeldía. Esta coproducción hispano-franco-argentina, con Alex Brendemühl, Amaina Aberastur y Daniel Fanego, está en la competencia oficial.
La carrera cinematográfica de Pablo Agüero se ha desarrollado casi en partes iguales en Argentina y en Europa, donde reside. Su corto PRIMERA NIEVE llegó a la competencia del Festival de Cannes en 2006 y, luego, películas suyas como SALAMANDRA, 77 DORONSHIP –rodada en Francia– y EVA NO DUERME pasaron por varios festivales internacionales. Coproducido por Argentina, España y Francia AKELARRE marca su primer film español y su primera aparición en la competición oficial del Festival de San Sebastián con un relato que transcurre precisamente en el País Vasco solo que a principios del siglo XVII, en base a las leyendas locales recogidas por un historiador francés de la época.
En principio, estamos ante un clásico relato de «caza de brujas» que transcurre en una pequeña aldea marítima a la que arriba un importante juez (Alex Brendemühl) para tratar un caso que parece seguir esos parámetros, según ha reportado un cura local. Ante la ausencia de los hombres del pueblo, pescadores que se han ido a la mar, un grupo de mujeres jóvenes empieza a ser encerradas una por una en una suerte de establo, en algunos casos de manera muy violenta. Las chicas no tienen muy en claro de qué están siendo acusadas, ya que solo parece ser que las han visto meterse en el bosque. «Se han confundido, no hemos hecho nada», les aseguran a los oficiales que –comandados por un Daniel Fanego con acento español–, las depositan una por una en el lugar. Hasta que la cuestión se pone en palabras: «Brujas».
El interrogatorio posterior a Ana (Amaina Aberastur) va dejando apenas un poco más en claro cuáles son las acusaciones que les hacen. Pero más que nada, lo que se evidencia son las intenciones un tanto más secretas de estos represores: contener, censurar y «poner en su lugar» a este grupo de jóvenes que tienen por costumbre pasear por el bosque y bailar, lo cual es interpretado como una invocación diabólica mediante el rito del sabbath. La situación se empieza a volver más y más espesa –y la película más y más intensa– cuando las jóvenes empiezan a cranear una huída mientras son ordenadas a confesar sus supuestos rituales diabólicos.
Pero como no hay nada para confesar, las dejan sin opción. Y es ahí que Ana toma la decisión de inventar una confesión y armar un sabbath propio para ganar tiempo, entretener a los hombres y tratar de escapar. Es así que empieza a contar historias, cantar canciones y hasta «enloquecer» en público, en cierto modo, interpretando los roles que le piden, aún a costa de ser torturada. Y si bien muchas de las historias que cuenta (algunas, convengamos, bastante graciosas, cuyo objetivo es «provocar» al muy interesado juez) y las canciones que canta parecen ser alteraciones de algunas tradicionales, al no ser los oficiales de allí –y no conocer las historias ni hablar el idioma– las consideran evidencias de su entrega a Belzebú.
Tratando un tema que, en apariencia, parece lejano al resto de su filmografía, Agüero –coguionista del film junto a la francesa Katell Gillou– en realidad no ha modificado algunas de sus elecciones cinematográficas ni temáticas. Más allá de las diferencias formales específicas entre sus películas previas, todas ellas son historias de mujeres (o que tienen a una mujer en su centro, como es el caso del filme sobre el cadáver de Eva Perón) fuertes, rebeldes, que se resisten a resignarse aún ante las circunstancias más difíciles. Mujeres que se adueñan, literalmente, del relato.
Quizás la otra clave que une a AKELARRE con anteriores films de Agüero, en especial el corto y el largo que transcurrían en zonas boscosas y salvajes de Bariloche con algunos puntos en común con ésta, tiene que ver con la intensidad, con la manera en la que desde la puesta en escena y el montaje, el realizador va haciendo crecer la tensión paso a paso, llegando a resoluciones dramáticas impactantes, en este caso relacionadas con los propios bailes que tanto parecen perturbar a los hombres del pueblo y a los oficiales de la ley, especialmente al cada vez más confundido y claramente «excitado» juez Rostegui.
En una conversación, Rostegui cuenta la historia de la epidemia de danza de Estrasburgo de 1518, una suerte de locura colectiva que se apoderó de esa ciudad –que venía atravesando épocas de hambruna, muerte y enfermedad– y en la que, siguiendo a una mujer desesperada que se puso a bailar sola, todo el pueblo se sumó al asunto lo cual terminó, tras varios días de alocada e imparable danza, con cientos de muertos. «No hay nada más peligroso que una mujer que baila», concluye el juez. Y quizás esa frase pueda sintetizar mejor que ninguna otra la búsqueda de esta película, que encuentra en historias que sucedieron hace cuatro o cinco siglos, una manera de hablar del presente.