Estrenos online: crítica de «Los chicos de la banda», de Joe Mantello (Netflix)
Esta nueva adaptación de la obra teatral de 1968, revolucionaria en la época por centrarse casi exclusivamente en las relaciones entre personajes homosexuales, tiene como protagonistas a Jim Parsons, Matt Bomer y Zachary Quinto.
Un raro caso de doble adaptación cinematográfica de una misma obra teatral, LOS CHICOS DE LA BANDA, la reveladora pieza de Mart Crowley estrenada en 1968, fue una de las primeras en retratar de manera directa, sin disimulos ni curiosas vueltas, las vidas de un grupo de amigos homosexuales. La excusa narrativa es el festejo de cumpleaños de uno de ellos y la acción transcurre en un departamento del Greenwich Village. La obra original –que fue exitosa, debatida y controversial para la época– fue llevada al cine en 1970 con dirección de William Friedkin. Cincuenta años después, una nueva generación de actores puso nuevamente la obra en Broadway y, también dos años después de esa puesta, esta versión de la obra pasa al cine. Bueno, a Netflix.
En esta versión (tanto la teatral como la cinematográfica) no se actualizan los tiempos: la obra sigue transcurriendo a fines de los ’60, lo cual modifica la experiencia radicalmente. Ya no es una obra que retrata a sus personajes en tiempo presente sino que funciona como una pieza de época, haciendo que el espectador pueda tomar cierta distancia y analizar los comportamientos de entonces bajo la lupa de la situación actual. La otra diferencia –seguramente la que llevó a que la obra y la película se volvieran a hacer ahora– es su elenco de estrellas encabezado por Jim Parsons, Matt Bomer y Zachary Quinto.
Lo que ninguna de las versiones alteró es su espíritu teatral. Uno puede analizar los temas que LOS CHICOS DE LA BANDA trata –un año antes de Stonewall y de los cambios culturales que van de entonces a ahora– en relación a las vidas y las experiencias «en secreto» de casi una decena de personajes que llevaban una vida pública y una privada muy distintas, pero difícil es hacer consideraciones cinematográficas. Más allá de algún exterior inicial o final, o de algún breve flashback que ilustra alguna historia que alguien cuenta, la película no sale del departamento y de su contiguo y muy coqueto balcón, seguramente hoy carísimo, del Village.
Y la película funciona de modo muy efectivo si se analiza como una mirada a las represiones, miedos, inseguridades y frustraciones de la época, muchas de las cuales desaparecieron en los 52 años que transcurrieron desde entonces, si bien algunas otras seguramente persisten. Michael (Parsons) es el protagonista, y alter ego de Crowley, el encargado de montar esta fiesta de cumpleaños para su amigo Harold (Quinto). Michael, un ex alcohólico, no se lleva muy bien con su sexualidad y tiene sensaciones ambivalentes respecto a su vida personal. Y eso se pone en evidencia cuando en la fiesta se aparece, por sorpresa, Alan (Brian Hutchison), un amigo de la universidad que es heterosexual y no tiene ninguna relación con «la banda» reunida allí.
Los otros amigos que esperan al demorado Harold tratan, en cierto modo, de disimular su sexualidad ante Alan, a pedido del obsesivo Michael. Ellos son el carismático latino Emory (Robin de Jesús), el elegante afroamericano Bernard (Michael Benjamin Washington), la pareja muy celosa entre sí que componen el fiestero Larry y el más rescatado Hank (Andrew Rannells, de GIRLS y Tuc Watkins), el “Cowboy” (Charlie Carver), que es un regalo sorpresa para entretener al cumpleañero, y el depresivo Donald (Bomer), acaso el amigo más cercano que Michael tiene y que además es ex pareja. Cuando Harold aparece –uno de esos personajes entre extravagantes e incisivos cuya actitud empuja a las confesiones de los demás–, las «máscaras» se caen, empiezan las discusiones, las revelaciones y las ironías se transforman en peleas.
Y si bien las tipologías de los personajes y los conflictos específicos –una pareja en la que uno es más fiel y menos promiscuo que el otro, el que no admite su propia sexualidad, los que además tienen que lidiar con marginaciones raciales, el que bebe y toma pastillas para ahogar sus conflictos, entre otros asuntos– se han convertido casi estereotípicos con el correr de las décadas, en el tono retro de THE BOYS IN THE BAND funcionan como reflejo de una época en la que esos planteos eran poco vistos y analizados públicamente.
Al ser una pieza que antecede a los movimientos del orgullo gay, la obra de Crowley –que falleció en marzo– refleja conflictos más íntimos como la baja autoestima, la vergüenza, los celos y el pudor en un grupo de personajes que, una vez que atraviesan la barrera de los diálogos filosos e irónicos (muchos de ellos muy graciosos), expresan de manera más sincera sus sentimientos. Seguramente en el universo de la burguesía neoyorquina que LOS CHICOS DE LA BANDA refleja, muchos de esos conflictos hoy son por lo general bastante antiguos y superados. Pero no en todos lados es igual.
¿Rescatado o «recatado»?