Estrenos online: crítica de «Roman J. Israel, Esq.: un hombre con principios», de Dan Gilroy (Netflix)

Estrenos online: crítica de «Roman J. Israel, Esq.: un hombre con principios», de Dan Gilroy (Netflix)

por - cine, Críticas, Estrenos, Online, Streaming
02 Nov, 2020 11:06 | comentarios

Llega a la plataforma de streaming este drama de 2017 que no pasó por cines locales. Protagonizado por Denzel Washington –nominado al Oscar por el rol– y Colin Farrell, es la historia de un muy particular abogado que toma una cuestionable decisión ética que lo mete en serios problemas.

Los dilemas éticos y morales que llevan consigo todos aquellos que recorren las grandes ciudades, ven sus zonas oscuras y lidian con diversas tentaciones es un tema que ya estaba presente en NIGHTCRAWLER, la anterior película de Gilroy. Y si bien el protagonista que da título a ROMAN J. ISRAEL, ESQ. es, en apariencia, muy distinto al de Jake Gyllenhaal en aquel film, ambos tienen en común –además de estar rodeados por personas que no ven las cosas como ellos– un aspecto y personalidad que está muy lejos del común de la gente. Dicho de otro modo: son personas que llaman la atención por su extrañeza.

Roman es un oscuro abogado de esos que se pasan todo el tiempo haciendo el papeleo de los casos, no de los que se presentan en la corte. El tipo fue un militante afroamericano de los años ’60 y ’70 y al día de hoy sigue funcionando como si el tiempo no hubiera pasado: se viste y se peina como en esa época, escucha en un iPod solo éxitos soul de entonces, usa un celular viejísimo y su casa parece un museo de la militancia Black Power. Se trata, además, de un tipo que bordea el espectro autista: vive metido en las minucias de leyes y casos que conoce de memoria, pero tiene dificultades para relacionarse con otros y para medir sus palabras en función de los contextos. Su conocimiento de las leyes es inversamente proporcional a su idea del funcionamiento del mundo real.

Además de su aspecto setentoso, Roman es también fiel a sus principios de entonces y trabaja defendiendo valores y conceptos de justicia social en un sistema legal que avanza de manera cínica despachando casos, acuerdos y cifras como si cada acusado fuera un cheque a cobrar y un problema a sacarse de encima. No para Roman ni para su jefe, William Jackson. Pero Jackson, que es la cara de la firma (y a quien, curiosamente, jamás se ve) tiene un ACV y queda en coma, lo que lleva a su familia a disolver el estudio. Y Roman queda en la calle, ya demasiado grande para conseguir trabajo y con un perfil que no es el buscado. Su única opción es George (Colin Farrell), un abogado exitoso que fue alumno de Jackson y a quien le intrigan los conocimientos enciclopédicos de Roman. El problema es que el tipo se ha convertido en la clase de abogado más preocupado por el color de su corbata y tener tickets para los Lakers que por la suerte de sus clientes. Y el principista Israel no quiere saber nada con él.

Claro que no le quedará más opción que trabajar para George –su única otra posibilidad, una suerte de ONG que pelea por los derechos de los afroamericanos, le ofrece un puesto pero ad honorem— y adaptarse a la forma de trabajo en ese estudio moderno y muy competitivo no le será fácil. Hasta que, en medio de su crisis personal, aparece un complicado caso de un joven acusado por un crimen que lo llevará a tomar una decisión ética más que cuestionable que tendrá extrañísimas repercusiones en su carrera, en su vida y en su relación con el mundo que lo rodea.

La película bien podría dividirse en dos partes. La primera, en la que se presenta al personaje, a su mundo y a su manera de relacionarse con los otros en función de sus peculiar personalidad y sus arraigados valores (que hoy le traen problemas por todos lados, también con los militantes) permite ilusionarse con una película mejor de la que finalmente ROMAN J. ISRAEL, ESQ. termina siendo. Da la impresión que Gilroy, en su decisión de llevar al máximo el entuerto ético en el que el hombre se mete y querer decir algo importante sobre la Justicia, empieza a forzar la narración y a llevarla por las narices de una manera que no resulta ni coherente ni creíble.

De un momento a otro –y a partir de esa decisión– es como si Israel pasara a ser otro personaje. Se entiende que lo que le sucedió y lo que hizo pueda haber alterado su mirada sobre el mundo y su relación con él, pero el cambio es tan radical que resulta absurdo, casi involuntariamente cómico. Y una vez traspasada esa frontera todo lo que viene después resulta difícil hasta de creer. En cierto sentido, parece tratarse de un gran personaje en busca de una historia que lo contenga. Y el problema del guión de Gilroy es que quiere imponerle conflictos al tipo y hacerlo tomar decisiones como si fuera una marioneta que le sirve para hablar de ciertos temas. Después de cierto punto, casi nada es orgánico en el film.

Y es una lástima porque Washington hace un papel realmente distinto a los que acostumbra. Si bien es una actuación llena de esos tics y peculiaridades que admiran los votantes al Oscar –fue nominado por este rol–, hay mucho de verdad en ese sujeto que parece vivir en una burbuja detenida en 1975. Farrell, que parece ser el prototipo del abogado de sonrisa falsa y elegantes modales (un poco como Howard, el rubio de BETTER CALL SAUL), también deja entrever a un personaje más complejo de lo que parece. Y hasta Carmen Ejogo, en el pequeño pero relevante rol de la encargada de la ONG, aporta lo suyo para crear un trío protagónico que de entrada intriga y promete. Pero Gilroy tiene otras ideas de lo que quiere hacer con ellos y son mucho menos interesantes de lo que él parece creer.