Series: crítica de «The Crown – Temporada 4», de Peter Morgan (Netflix)

Series: crítica de «The Crown – Temporada 4», de Peter Morgan (Netflix)

La cuarta temporada de la serie sobre la realeza británica pone sus ejes en la aparición de Margaret Thatcher como primera ministra y en el sufrimiento de Lady Di en su matrimonio con el Príncipe Charles. Pero el personaje más interesante sigue siendo la Reina Isabel.

Cuántos planos de la realeza mirando a través de ventanas o de Aston Martins avanzando por caminos campestres hasta llegar a antiguos palacios puede ver una persona?«, preguntaba, mitad en broma, mitad en serio, el conductor de un talk show nocturno de los Estados Unidos hace unos días. El chiste tenía otro objetivo –preguntarse qué estuvo haciendo todos estos días o quizás años el presidente Donald Trump– pero tenía su parte de verdad. THE CROWN es un show metódico, repetitivo, con una idea formal clara que raramente se mueve de su centro y un desarrollo narrativo tan mecánico que cada episodio podría envasarse y quedar idéntico a los demás en su construcción.

Como la realeza que la protagoniza, THE CROWN es un show prolijo, educado, presentable y un tanto hueco. Y tiene como reconocibles características un carácter fuertemente episódico que organiza el tiempo real en bloques narrativos separados y específicos tanto por asuntos (políticos o de la vida sentimental) como por temas: padres e hijos, la locura, la soledad, etc, etc. No es una serie que disimule demasiado sus metáforas. A diferencia de buena parte del cine, las series y hasta la cultura británica, Morgan prefiere la literalidad a la ironía y las palabras a los silencios. Uno imagina que en el seno de la Corona británica nadie habla estrictamente de lo que pasa sino que sus miembros deben preferir hacer referencias indirectas y mordaces. Acá hay más de lo primero que de lo segundo. Es una monarquía pasada por el tamiz del relato psicologista de escuela norteamericana de causas y consecuencias, causas y consecuencias, y así, con algunas excepciones, hasta el final.

Pese a todo eso THE CROWN es una serie bastante adictiva. Mientras veía la cuarta temporada me preguntaba por eso: ¿cómo es que reconociéndole tantos problemas paso de un episodio a otro de manera casi compulsiva? Se me ocurre solo una respuesta posible: morbo. Seamos claros. Por más chapa prestigiosa y refinada que tenga la serie, no es muy distinta a leer la prensa británica más amarilla sobre los Windsor y sus problemas de alcoba, engaños amorosos, peleas familiares y desarreglos psicológicos. Lo dice la princesa Anne en uno de los episodios centrados en los problemas de la pareja de Charles y Diana: «Esta vez lo que pasa es peor que lo que dice la prensa».

Y allí está también uno de los otros dos «ganchos» de esta temporada: la problemática relación entre el torturado príncipe que necesita afecto y reconocimiento y la jovencita amable e insegura con la que se casa más por presión familiar que por otra cosa. Es un recorrido que conocemos y que, una vez que establece sus patrones (digamos, del casamiento en adelante) empieza a tornarse un tanto reiterativo: Charles se va con Camilla, trata de reconciliarse, Diana hace algo que lo incomoda (o le quita protagonismo), Charles se fastidia y se va a los brazos de su amante casada. Y así, hasta volver la situación insostenible.

Como en casi toda la temporada (en toda la serie, habría que decir), los hilos narrativos funcionan más gracias a las actuaciones que al guión. Emma Corrin (en el rol de Diana) le otorga a la célebre princesa una dolorosa humanidad, la convierte quizás un tanto exageradamente en una chica solitaria y dominada por una familia y un sistema perverso y frío que no tiene lugar alguno para el tipo de emociones humanas y verdaderas que a ella la atraviesan. Sus desórdenes alimenticios y su cada vez más agobiante encierro (en palacios, pero encierro al fin) van desgastando la sonrisa y la mirada luminosa de los primeros episodios hasta crear, en menos de una década, un fantasma de lo que la chica supo ser y una diva en camino. Y también Josh O’Connor, en el rol de Charles, se luce por encima de los límites del personaje escrito por Morgan, ya que es capaz de hacer que el espectador comprenda, hasta cierto punto, esa tácita monstruosidad que maneja en sus actos cotidianos. Sí, su rol está definido como «adulto que necesitó más abrazos de niño» y no mucho más, pero el actor permite entrever la angustia que acompaña al personaje en sus decisiones.

El otro gran eje de la temporada es Margaret Thatcher, quien sube al poder en el primer episodio y bueno, ya verán lo que pasa los que no conocen la historia. La serie recupera, a modo de grandes éxitos y fracasos (todo el sistema Peter Morgan es algo así como The Royals’ Greatest Hits… and Misses), los momentos más relevantes de sus años como Primera Ministra británica, mezclándolos con la relación específica que va teniendo con la Reina Isabel. Es así que sus recortes presupuestarios, sus peleas por las sanciones a Sudáfrica, las internas de su gabinete y la guerra de Malvinas (poco y mal desarrollado) forman parte de las experiencias que atravesamos. Y la serie intenta ser crítica con la ex mandataria pero a la vez –en una señal de la época en la que THE CROWN se hace– reconocerle a la mujer haber tenido fuerza y coraje de enfrentar a un montón de vetustos políticos británicos que no la respetaban demasiado.

El ángulo, si se quiere, feminista de la historia de Thatcher no me convence demasiado. Intentar «salvar» a ese bastante nefasto personaje por el hecho de ser mujer y de clase media enfrentada a hombres aristócratas es un tanto forzado ya que su gobierno se dedicó, fundamentalmente, a favorecerlos. Y cuando ese eje se cuela en su relación con la Reina, aún más. Digamos que ninguna de ellas se caracterizaba por poner en esos términos el poder que ejercían o ejercen. Lo hacían y listo. En la batalla personal pero también retórica entre mandataria y soberana –que implica clases sociales, resentimientos y relaciones familiares, entre otros ejes– es donde la temporada se vuelve más interesante. Es un juego de ajedrez arriesgado que termina, bueno, ya verán cómo.

Y en este punto es inevitable plantear una batalla que corre de modo paralelo a la política: la actoral. Gillian Anderson eligió para su Thatcher hacer un trabajo muy exterior, de caracterización extrema, casi de disfraz de sátira televisiva. Todo en ella es un poco demasiado: el tono de voz lento, la respiración entrecortada, los ojos cada tanto llorosos, la postura medio encorvada y ni hablar de ropas y peinados pero eso es, lamentablemente, bastante más realista de lo que parece. Lo admito: no pude nunca con Anderson. Jamás dejé de ver el esfuerzo, el trabajo, la dedicación a componer algo de parte de una actriz que parece mucho más cómoda en otro tipo de roles. Más cerca del final tuve algo así como una revelación y la empecé a ver como una suerte de personaje shakespeariano un tanto demencial, una suerte de Ricardo III mezclado con Lady Macbeth. Y si bien a partir de ahí pude entender un poco mejor qué es lo que estaba haciendo, el problema no desapareció ya que nadie más en toda la serie hacía algo parecido. Y eso la dejaba actuando sola, enredada en su propio universo.

Cierro con lo que para mí es el mejor punto de THE CROWN, el personaje y la actuación que le permite salir airosa de los pozos y problemas en los que Morgan se mete solito: la Reina Isabel II y Olivia Colman. El personaje es un tanto más insondable, capaz de gestos amables y humanitarios pero también de otros crueles y brutales y no se lo puede reducir a las líneas psicológicas sencillas con las que el creador de la serie maneja a buena parte del resto de los personajes. En sus encuentros con Thatcher, con Diana, con todos sus hijos, con su hermana (la excelente Helena Bonham-Carter, eje del séptimo episodio), con un invasor al Palacio (eje del quinto episodio) y, especialmente, con su marido Felipe (un excelente Tobias Menzies), la Reina sigue siendo la razón de existir de THE CROWN, la que maneja a la perfección ese balance entre frialdad y humanidad, distancia y empatía que la propia serie intenta tener. Y Colman la habita tan naturalmente que importa poco si se parece o no a la real. Es un personaje en esta ficción (basada en hechos reales pero ficción al fin) y como tal funciona maravillosamente bien.

Es a través de ella que THE CROWN cobra sentido. Morgan puede fallar en muchísimas cosas (sus diálogos por momentos son de una literalidad apabullante, sus metáforas no serían aprobadas en un curso de guión, los personajes pueden ser sorprendentemente unidimensionales), pero Isabel/Colman dignifica de todos modos la propuesta, le da una complejidad que la serie por lo general no tiene. Y algo similar pasa con el look y la puesta en escena de la serie. Tiene los mismos vicios y problemas que el guión (correcta, prolija, elegante, con algo de refinado libro de fotografías) pero cuando uno lo pone bajo la mirada de su protagonista, las cosas se vuelven un poco más interesantes. Cuando es ella la que observa, THE CROWN no solo es una sucesión de miembros de la realeza mirando por las ventanas a autos elegantes estacionando en entradas de palacios. Es un mundo que va cambiando ante los ojos de una persona que trata de entender cuál es su lugar adentro de él.