Berlinale 2021: crítica de «Esquí», de Manque La Banca (Forum)
Este excéntrico film combina una mirada crítica sobre los orígenes y las diferencias sociales de la ciudad de Bariloche con un falso documental y una historia de criaturas que acechan en las montañas.
Hay una voz femenina en off que, cerca del final de ESQUI, plantea el tema principal y la fricción que genera la propia película. En su primer largo, Manque La Banca realiza una búsqueda en la historia de Bariloche centrándose fundamentalmente en sus desigualdades sociales pero de un modo que tiene muy poco que ver con el clásico cine de denuncia. Entre la ficción, el documental, la invención y el gesto moderno de crear un film sampleando imágenes a modo de VJ, ESQUI intenta conjurar una forma no convencional de armar una historia crítica de la historia de la ciudad. «Yo entiendo cuando vos me planteas esta cuestión del cine contemporáneo y de no plantear un discurso conductista –le dice al director la mujer tras ver algunas escenas del film–. Me parece todo hermoso, pero hay cosas que tienen límites y, si no te posicionás, te convertis en complice».
Una película que incluye su propia crítica interna o que, al menos, intenta que el espectador sepa cuáles son los parámetros en los que se debate internamente, ESQUI podría recibir las críticas de aquellos que piensan que las denuncias tienen que ser más claras y contundentes, pero su director se abre a eso. El sabe que ofrece un ejemplar un tanto experimental y difuso que cobija adentro suyo –en medio de minificciones sobre criaturas en la nieve, turistas extranjeros y entrevistas un tanto indescifrables a ancianos de origen austríaco– tanto una fuerte crítica social como una celebración de los programas que ayudan a llevar a la gente con menos recursos de la zona a poder disfrutar del esquí. Pero a la vez asume que hay gente que puede quedarse completamente afuera de esa cuestión. Ante la duda entonces, la aclaración.
ESQUI es una película rara, un tanto inasible. Conviven en ella distintas formas, temas y personajes (como los que cité antes) pero su eje principal parecen ser esas dos Bariloches que conviven de forma incómoda. La turística llena de extranjeros y burguesías porteñas varias («vengo acá a relajarme de las tensiones de la Capital, amo la montaña», dirá uno en off) y la de los habitantes del Alto y de las partes menos coquetas de la ciudad, los que viven en barrios carenciados y los que trabajan (pero raramente usufructuan) las instalaciones armadas para el goce de los visitantes.
Hay varios registros y subtramas que corren en paralelo a lo largo de esta película filmada en 16mm y hasta Super 8, pero la principal es contar un programa que se llama Esquí Social y que permite a los chicos de los sectores marginales poder conocer y disfrutar las mismas instalaciones que usan los turistas. Viniendo del director de la excéntrica T.R.A.P., la forma en la que ese programa se comunica se acerca bastante a lo «convencional». Si bien los testimonios rompen siempre la llamada cuarta pared y se reconocen como armados (en un documental, cuando alguien se traba al hablar, raramente se ve que repita su testimonio, pero es algo que pasa siempre y acá se deja en evidencia), no por eso dejan de comunicar sus ideas. Y acá lo hacen bastante claramente.
Otras imágenes y situaciones son un tanto más inexpugnables (un trío de chicos sacándose fotos medio eróticas en la nieve –uno de ellos es el director–, la ficción de un monstruo que acecha en las montañas, ciertos juegos con folletos y archivos) pero sirven para darle al film una estructura de collage, de experimento que parece irse creando en vivo. Es, como dice la voz (que es de Marcela, la creadora de Esquí Social) que se escucha cerca del final de la película, una idea de cine contemporáneo que quiere evitar ser didáctico y en general lo logra. Ante cualquier duda, de todos modos, alguien pone las cosas en forma más clara y contundente. «Si no te posicionás, sos un cómplice», dice esa mujer, y habla directamente del robo de la tierra a los mapuches que luego son usados como mano de obra barata, de la muerte de Santiago Maldonado, de Patricia Bullrich, de Mauricio Macri y así. La modernidad, parece, tiene sus límites cuando se trata de tomar posición. Y quizás haga falta, aunque sea solo en un momento, llamar a las cosas por su nombre.