Berlinale 2021: crítica de «Forest – I See You Everywhere», de Bence Fliegauf (Competencia)
El realizador húngaro filmó, con las restricciones de la pandemia, una serie de encuentros a modo de cortometrajes con problemáticas y densas situaciones familiares o de pareja.
Festival de Berlín, 2041. El director de la muestra decide organizar un ciclo llamado «Cine pandémico: 2020-2021«. Son unas 20, 25 películas. Diarios personales de cineastas en cuarentena. Registros poéticos de rincones oscuros de casas familiares. Planos de calles vacías que se extienden durante largos minutos interrumpidos por constantes sirenas de ambulancias. Muchos monólogos a cámara, a veces vía zoom. Situaciones con dos actores, acaso tres, no más que eso. Dentro de dos décadas los festivales deberían recordar este género curioso como un hecho raro pero histórico que tuvo lugar, ojalá, solo a lo largo de dos temporadas bizarras vividas en el mundo real.
La película húngara FOREST – I SEE YOU EVERYWHERE estará en ese ciclo, seguramente. De las decenas de cortos y largos que he visto con formatos minimalistas adaptados a la situación que se vive, esta es una de las más eficaces y potentes. Problemática y fallida, con varios puntos ciegos, pero cualquiera que se haya topado con otros experimentos cinematográficos hechos en pandemia se dará cuenta que el de Fliegauf es uno de los más cohesivos.
Se puede decir, en realidad, que es una colección de cortos, de ejercicios actorales, que se continúan sin mayor relación que la de ser todos particularmente dramáticos y… húngaros. Fliegauf ya ha probado en películas anteriores ser de esos cineastas –como su compatriota Kornél Mundruczó– que siempre se maneja en el borde entre el drama recargado y la tortura psicológica, entre el realismo y el miserabilismo, entre meterse a observar las fragilidades y las zonas más oscuras del alma humana y regodearse en ellas. Acá, digamos, hay un poco de todo.
Cada corto es un cruce entre dos –como máximo tres– personas y tiene el tono típico de los ejercicios de las clases de actuación. Un par de segundos de silencio antes que uno de ellos arranque con una alguna frase casual, una breve pausa, respiración entrecortada, larga anécdota, volumen que crece de a poco, su ruta. Como pasa en esos ejercicios (o en las muestras públicas de esas escuelas de actuación) están los que son más o menos interesantes, las situaciones más o menos ricas y creativas en matices, los mejores o peores actuados, los más o menos obvios o subrayados… y así.
Lo que sí es común a todas es el sufrimiento (nadie se ríe nunca acá de nada), la agresión de las personas con poder (hombres, casi siempre) a quienes tienen menos (mujeres o niños) y la cámara inquieta de Fliegauf que, para evitar cualquier tipo de crítica en la que se mencione la palabra «teatral», se mueve todo el tiempo y se queda en detalles, objetos, manos, movimientos. Las primeras y las últimas secuencias son, en mi opinión, las mejores. Y en el medio hay varias que, o bien no logran fluir o en las que siento que el realizador de SOLO EL VIENTO se pasó de rosca en esto de tensionar las cuerdas.
La primera se centra en una chica que le «presenta» a su padre una especie de PowerPoint que dará en su escuela y en la que les contará a sus compañeros cómo fue el accidente en el que murió su madre y ella quedó lisiada. El hombre no es un oyente casual ya que la hija lo responsabiliza de lo que sucedió. La segunda trata de una mujer que le reclama a su pareja haberse encontrado en secreto con una amante, acusación que él niega o, bueno, contextualiza. Luego habrá historias sobre parejas que perdieron a un hijo, padres al borde de la muerte a quienes sus hijos ocultan cosas, una (de las mejores) sobre un chico que discute con su madre acerca de las similitudes entre los juegos de rol y la Biblia, y otra ligada a familias dañadas por un falso «curandero» que están buscando alguien que liquide al hombre en cuestión.
No vi FOREST, su opera prima de 2003, película que funciona como «precuela» de esta, por lo que no podría hablar de las conexiones específicas que existen entre ambas, más allá de entender que tienen la misma organización de breves dramas a manera de escenas concretas entre pocas personas. La forma de presentar personajes y temas del húngaro puede relacionarse con las de Ingmar Bergman o John Cassavetes –los temas son más del primero, los recursos formales inquietos más del segundo– y hay algo en el mundo que pinta que también hace recordar a películas como CIUDAD DE ANGELES, de Robert Altman o MAGNOLIA, de Paul Thomas Anderson, y al universo «carveriano» del que ambas beben. Pero la oscuridad y desesperanza que transmiten estas historias son puramente Fliegauf. Universales, probablemente, pero muy personales también. Y propias, acaso, de un espíritu de una época en la que el dolor y el sufrimiento parecen estar ganando la partida.