Estrenos online: crítica de «Biggie: I Got a Story to Tell», de Emmett Malloy (Netflix)
Este documental se centra, fundamentalmente, en la vida previa a sus años de fama de la estrella de hip-hop asesinada en 1997. Con testimonios de sus amigos de la adolescencia, su madre y su esposa, el film recupera la vida en las peligrosas calles de Brooklyn a principios de los ’90.
Pese a tener solo dos discos editados en vida y una carrera interrumpida a los 24 años por una muerte shockeante, The Notorious B.I.G. es considerado por muchos como el mejor rapero de la historia. Han habido documentales y ficciones tanto sobre su vida como sobre el enfrentamiento con Tupac Shakur que derivó –todavía nadie sabe bien cómo– en el asesinato de ambos con apenas seis meses de diferencia. ¿Cuál es, entonces, la necesidad de un nuevo documental sobre esta fulgurante estrella de Brooklyn?
Necesidad, en principio, ninguna. Lo que aporta I GOT A STORY TO TELL es intimidad, la historia contada a partir de las personas que lo conocieron y crecieron con él antes y durante su etapa de fama. Christopher Wallace –ese era su nombre real– era un chico de Clinton Hill, en Brooklyn, que vivía con su madre de origen jamaiquino y que, para ganarse unos dólares, vendía drogas en una esquina del vecino barrio de Bed-Stuy. Los que hablan aquí son sus colegas de entonces –muchos de los cuales lo siguieron en las giras con su propio grupo de hip hop, Junior M.A.F.I.A.–, amigos del barrio, Donald Harrison (un músico de jazz que lo apadrinaba y de quien sacó, según él, su sincopado y entonces novedoso estilo para rapear, inspirándose en el baterista Max Roach), su productor Sean Combs AKA Puff Daddy, su madre, su abuela y otros familiares de Jamaica que fueron importantes en su vida. Incluyendo, además, entrevistas de entonces al propio Biggie.
El otro interesante aporte son las grabaciones hechas en VHS por D-Roc, uno de sus amigos y miembros de su crew, que filmó muchos de sus recitales e imágenes detrás de los escenarios, en hoteles, grabaciones, salidas y otras situaciones tanto privadas como públicas. No habrá grandes revelaciones en ese material y acaso el ángulo más relevante dentro de la trama sea la importancia que tuvo en su vida Roland “Olie” Young, uno de sus amigos que murió en 1992 y que tuvo una influencia tanto en su decisión de cambiar de vida como en la relación con la muerte de muchas de sus letras y hasta el carácter un tanto «profético» de los títulos de sus álbumes: «Ready to Die» y «Life After Death«, editado días después de su violenta muerte.
Es poco lo que se analiza su asesinato y está bien que así sea. Es un tema que ya ha sido tratado en varios documentales y Netflix hasta tiene una serie ficcional centrada en eso. Lo valioso del documental está en su regreso al origen, a las calles que lo vieron crecer, algo que queda claro en su precisión geográfica (Malloy presenta mapas de Brooklyn que van mostrando las calles y barrios por los que B.I.G. y su gente se movían), en los detalles de cómo cada sector tenía sus diferencias y en los problemas específicos de una vida que, paralelamente, estaba muy cercana al riesgo como al éxito musical.
Otro punto fuerte del documental está en la relación de Chris con su madre, quien nunca quiso saber mucho a qué se dedicaba el chico antes y durante su carrera como MC y con influencias externas que supo usar en su breve carrera. I GOT A STORY TO TELL, como muchas de sus rimas –incluyendo la que le da título al film–, pone el eje en la etapa de transformación, en esos años (de 1991 al 1994) en los que empezó a demostrar, primero en la esquina y luego ya a niveles masivos, su talento para las detalladas y cinematográficas rimas e historias y el fraseo particular que lo transformarían en el gran eslabón entre los raperos de la vieja escuela y los del siglo XXI. O, como el mismo gustaba denominarse, «el Alfred Hitchcock del rap».
Tremendo rapero, Biggie Smalls es uno de los grandes y tiene una gran historia para desarrollar en la pantalla.
Gustavo Woltmann