Series: crítica de «Los hijos de Sam: un descenso a los infiernos», de Joshua Zeman (Netflix)

Series: crítica de «Los hijos de Sam: un descenso a los infiernos», de Joshua Zeman (Netflix)

Esta serie sigue las teorías de Terry Maury, un periodista neoyorquino que se obsesionó por probar que los crímenes cometidos por «El hijo de Sam» fueron en realidad obra de varias personas relacionadas con un culto satánico.

En algún punto del ciclo creativo de los documentales sobre true crime, el eje dejó de ser el crimen en sí y las personas que los cometen para pasar a ser aquellos que se ocupan de estudiarlos, resolverlos o se obsesionan con ellos. Los personajes más lógicos y comunes de este tipo de productos son los detectives abocados a los casos, pero de a poco el eje de estas series se fue torciendo más hacia los investigadores privados, los obsesivos online, los periodistas, escritores o fans del género que han dedicado su tiempo personal a investigar y, de ser posible, resolver un caso.

LOS HIJOS DE SAM va por ahí. Toma como punto de partida el caso de David Berkowitz, el asesino serial conocido como «El hijo de Sam» que acechó a Nueva York entre 1976 y 1977 matando a jóvenes mujeres y a parejas que descubría a las noches en sus autos. Pero parte de ahí para ir hacia otro lugar. El verdadero protagonista es Maury Terry, un periodista neoyorquino que siguió de cerca el caso –que causó furor y prácticamente paralizó buena parte de la vida nocturna de la ciudad durante ese tiempo– y no se quedó del todo conforme con la resolución. Para él era imposible pensar que Berkowitz hubiera hecho esos crímenes por su cuenta. No le cerraba ni la información conocida, ni los sketches dibujados por los testigos, ni el perfil psicológico, ni nada. Estaba convencido que había algo más ahí, algo oculto, secreto, misterioso.

La serie de cuatro episodios ocupa el primero para narrar el caso en sí y luego pone el eje en la mirada de Terry, cuyos textos escritos se escuchan en la característica voz del actor Paul Giamatti. A partir de cartas enviadas por Berkowitz a la policía o a algunos periodistas –como el famoso Jimmy Breslin, del New York Daily News–, Terry empezó a pensar que el hombre ocultaba cosas y a personas involucradas. El nombre que lo hizo famoso, «El hijo de Sam», venía por un vecino que lo atormentaba con su perro que, supuestamente, le «hablaba» a Berkowitz y le daba órdenes. Y Terry llegó a la conclusión que los verdaderos hijos de ese Sam –John y Michael Carr– estaban también involucrados en esos asesinatos a sangre fría. No solo eso sino que existía una secta satánica que podía no solo conectar todos sus crímenes en función de rituales sino que también explicaba otros asesinatos ocurridos en distintos lugares del país a lo largo de los años.

La obsesión de Terry por llegar al fondo de ese supuesto pacto satánico que incluía pornografía, violaciones, snuff films y pedofilia lo fue llevando a conectarse con el propio Berkowitz, detenido de por vida en la cárcel, quien pareció darle lugar a sus teorías. Y esa obsesión se fue transformando también en un trabajo. Pronto el hombre consiguió reabrir la investigación, ir a menudo a la televisión, empezar a colaborar en diarios y, fundamentalmente, escribir un libro llamado «The Ultimate Evil». Aprovechando la fascinación y el temor por todo este universo de «adoradores del Diablo» (obsesión que continúa hasta hoy), Terry se volvió el creador de una ambiciosa teoría conspirativa que lo llevó a dejar de lado casi todos los otros aspectos de su vida, incluyendo su matrimonio y quizás hasta su salud mental.

LOS HIJOS DE SAM entra de lleno en ese territorio raro con el que Netflix coquetea demasiado últimamente: los detalles de las teorías conspirativas y las personas encargadas de sostenerlas. Como va quedando cada vez más claro con el paso del tiempo y la disponibilidad online de más y más información, muchas de estas teorías son completamente caprichosas, iniciadas a partir de coincidencias más o menos casuales y luego llevadas hacia lo más profundo de eso que los norteamericanos llaman «madrigueras de conejos»: pozos sin fondo en el que los obsesivos se van metiendo más y más sin poder ya salir, enredados en su propia lógica y usando procedimientos muchas veces absurdos.

Es cierto que Terry tenía algunos elementos convincentes al arrancar su investigación, pero da la impresión que luego fue perdiendo el eje hasta perder un poco (o bastante) la razón. Solo basta ver la manera en la que entrevista a Berkowitz para darse cuenta que su forma de encarar el trabajo de investigación es absurda. Sin embargo, la serie no termina de desacreditarlo. Al contrario. Por cada persona que considera ridícula o, al menos, equivocada su línea deductiva, el documental pone a muchas más que creen que el hombre estaba en un camino correcto, incluyendo algunos sobrevivientes o familiares de víctimas.

La teoría conspirativa termina por ser algo redituable y el problema de estas series documentales de Netflix es que les dan cabida, las protegen, las respetan demasiado. Si bien es cierto que algunas de estas investigaciones son lógicas, tienen sentido y en ocasiones hasta pueden aportar datos y pistas, la gran mayoría solo enreda, complica y le sirve más a los autores y a los medios para vender (libros, diarios, episodios de series) que para otra cosa. En LOS HIJOS DE SAM –que formalmente respeta a rajatabla todos los modos convencionales de la serie true crime de estos tiempos– se nos detalla cada uno de los pasos de esa supuesta conspiración. Y el problema de hacerse eco de este tipo de teorías es que después terminan sucediendo verdaderas desgracias en el mundo real, cometidas generalmente por personas que no saben distinguir entre realidad y fantasía.

Sin dudas hay una serie más interesante que ésta, centrada en algo que LOS HIJOS DE SAM no explora lo suficiente: cómo el caso le alteró por completo la vida a Terry (casi se podría decir que se la arruinó) y cómo la obsesión lo consumió de tal manera que el hombre empezó a perder casi todo contacto con la realidad por fuera del caso en sí. Cuando uno lo ve yendo a programas cada vez más absurdos de televisión, compartiendo debates con brujos y expertos en satanismo, se da cuenta que ese inquieto periodista que conocimos al principio entró en un camino sin vuelta atrás. La serie, claramente, estaba más ahí que en estudiar caprichosas coincidencias de nombres, números y dibujos en cuadernos. El suyo es un mucho más realista, y doloroso, descenso a los infiernos.