Cannes 2021: crítica de «Cow», de Andrea Arnold (Premieres)
Este documental de la realizadora de «American Honey» sigue de cerca la vida de una vaca dentro de un establecimiento ganadero británico.
Andrea Arnold fue siempre una cineasta un tanto inusual para los parámetros de la industria, especialmente porque es muy difícil encasillarla con un género o un estilo. La realizadora, de 60 años, tuvo una larga carrera previa a la dirección dedicada a la actuación, la danza y hasta como presentadora de TV. Y realizó su primer largo, RED ROAD, recién en 2006. Sus films posteriores (FISH TANK, CUMBRES BORRASCOSAS y AMERICAN HONEY) poco y nada tienen que ver entre sí, temática y formalmente, salvo por un fuerte interés de la realizadora en acercarse a sus personajes y al mundo en el que estos habitan de la manera más realista posible.
Ese recorrido por los confines y resquicios del realismo, además de un interés personal en el tema que trata el film, es la que la ha llevado a experimentar en el terreno del documental de observación con COW, una suerte de cercano retrato de las cotidianas experiencias de un grupo de vacas –centrándose particularmente en una– en lo que parece ser la campiña británica.
Sin narración ni entrevistas y tampoco usando ese estilo de observación distante y formalmente refinado de muchos documentales ecológicos, la cámara de Arnold se mete literalmente en medio de las vacas, comenzando con un parto filmado en casi microscópico detalle y siguiendo todos los procesos cotidianos (alimentación, limpieza, branding, cuidados y otras prácticas habituales con el ganado vacuno) como si la mirada del la directora fuera la de otra vaca más del grupo. A tal punto que más de una vez los propios animales se golpean con la cámara.
De un modo desprolijo y activo (muy lejos de los recaudos y la formalista planificación de BESTIAIRE, de Denis Côté, por citar un ejemplo), COW se presenta como un seguimiento, si se puede decir, íntimo de sus retratadas. Y la mirada humanitaria, compasiva, no surge de textos, discursos o estadísticas sino de la simple observación. No es la intención de Arnold tampoco atacar directamente a los ganaderos o al personal que se ocupa de los animales. A lo sumo, al poner la cámara en el lugar de la «víctima» esa humanización se produce por la identificación que generan momentos de evidente dolor y sufrimiento.
Pero COW no es un tratado furioso de esos que buscan generar solamente horror en el espectador. Hay momentos divertidos (algunas yuxtaposiciones musicales diegéticas son muy graciosas, especialmente una con The Pogues de fondo), cariñosos, sexuales, caóticos, de cotidianeidad en el trabajo con los animales y de lo que parecen ser sus experiencias. Y lo mismo pasa con los trabajadores que se ocupan de ellos, que están casi siempre fuera de campo pero a los que se pinta más como parte de un sistema cruel y no necesariamente a ellos como personas crueles.
Hay, convengamos, siempre un riesgo en la excesiva humanización de los comportamientos animales, en aplicarles a sus rostros características antropomórficas, en interpretar una mirada a la distancia como algo triste, melancólico, dramático. Arnold corre ese riesgo porque sabe que, más allá de las metáforas y las interpretaciones, el sufrimiento y el dolor son absolutamente reales.