Estrenos online: crítica de «Penguin Bloom», de Glendyn Ivin (Netflix)
Tras sufrir un accidente que la deja paralizada de la cintura para abajo, una mujer empieza a recuperarse con la ayuda de su familia y… de un pájaro hérido. Con Naomi Watts, Andrew Lincoln y Jacki Weaver.
But I’m a creep/I’m a weirdo«, dice la canción de Radiohead que Sam Bloom (Naomi Watts) canta con una fisioterapeuta que trabaja con ella bajo el agua. No es una piscina ni una bañera sino el mar australiano, en la costa, en medio de un bello paisaje. Sam lleva unos últimos meses de vida bastante complicados. Una mujer simpática, graciosa, amable, casada y madre de tres hijos, amante del mar y del surf, fue víctima de un absurdo accidente durante unas vacaciones familiares en Tailandia. La mujer se apoyó en una baranda que se rompió, cayó muchos metros de altura y quedó paralizada de la cintura para abajo. Desde entonces, no es la misma. No solo físicamente, sino que sufre una crisis que no le permite casi salir de su cuarto. Reacciona, además, muy mal con todo y contra todos.
Contada desde el punto de vista de Noah (Griffin Murray-Johnston), uno de sus hijos, PENGUIN BLOOM se basa en un libro autobiográfico coescrito por Cameron Bloom (interpretado aquí por Andrew Lincoln, de THE WALKING DEAD), que es el marido de la mujer. La película parte del accidente en cuestión y se puede dividir claramente en dos partes. La primera está ligada a las dificultades e imposibilidades de Sam, su crisis personal, su sufrimiento, la manera en la que sus hijos la miran, angustiados y doloridos, sin saber qué hacer y –en el caso de Noah– hasta culpándose por lo sucedido. Sam no puede asumir su nueva condición y se violenta, con ella misma y con los demás, constantemente.
La segunda parte de la película aparece de una manera un tanto casual, casi como una posible salvación. Y acá es donde el espectador deberá decidir si esto es o no tolerable para su nivel de «sensiblerismo». Noah descubre un pájaro –una urraca, más precisamente– lastimado y se lo lleva a la casa para curarlo. De a poco, la urraca en cuestión irá mejorando y la familia la irá adoptando como propia, poniéndole nombre y todo: Pingüino. Sam al principio no le presta atención (de hecho, le molestan sus ruidos y suciedad), luego quiere que la dejen ir apenas esté curada pero, finalmente, bueno, se pueden imaginar lo que sucede…
No es, estrictamente, una película sobre cómo una urraca lastimada cura a una mujer paralítica (suena a un sketch televisivo de un drama lacrimógeno, lo sé), pero no está del todo lejos de serlo. Lo que la saca de la banalidad más absoluta son las actuaciones de su elenco protagónico, el tono por momentos crudo y en otros humorístico que el film tiene durante su primera hora y algunas circunstancias narrativas que no conviene adelantar. Hay una «australianeidad» en la presentación del drama (frontal, directa, sin excesivos golpes bajos) que la mantiene a flote aún en los momentos que bordean el cringe, como se le dice ahora –traduciéndolo del inglés– a eso que antes conocíamos como «vergüenza ajena».
Watts, Lincoln y la siempre magnética Jacki Weaver –que encarna a la insoportable madre de Sam– hacen lo posible por sacar a flote un concepto solo apto para fanáticos de lo que solía llamarse «la película de la semana«. ¿Puede la relación con un «pájaro herido» ayudar a una persona accidentada a recuperar sus ganas de vivir? Sí, lo sé, como metáfora suena como una decena de clichés todos juntos al mismo tiempo. Y lo mejor que puede decirse de PENGUIN BLOOM es que por lo menos evita cinco o seis de esos clichés. Los otros están ahí, a la vista de todos. Es cuestión de cada espectador decidir con cuántos puede convivir, emocionarse y no tomarse el asunto para la risa.
Es que, en el fondo, la película es más que nada sobre la relación entre una madre y su hijo, con el pajarraco en cuestión como un recurso narrativo. Se trata de una parálisis que es física, emocional y que también es temporal, ya que ni la cabeza de Sam ni la de Noah pueden salir de repasar una y otra vez el accidente. Pero las cosas irán mejorando, la música irá subiendo cada vez más, los atardeceres y amaneceres frente a la playa se harán más ocres y el mar volverá a ser azul. Y las lágrimas serán inevitables, mal que nos pese a los que tenemos baja tolerancia al exceso de sacarina pero nos dejamos llevar igual por la emoción.