Series: crítica de «Las cosas por limpiar», de  Molly Smith Metzler (Netflix)

Series: crítica de «Las cosas por limpiar», de Molly Smith Metzler (Netflix)

Esta emotiva miniserie de Netflix se centra en las dificultades de una joven madre que intenta recomponer su vida tras escaparse de una pareja abusiva. Con Margaret Qualley, Nick Robinson y Andie MacDowell.

Una experiencia emocional, fuerte y demandante, LAS COSAS POR LIMPIAR presenta un tipo de historia que es más habitual ver en el cine independiente que en las series de televisión, un modelo de relato que se sostiene a partir de la experiencia realista (o más o menos realista) y en las cambiantes circunstancias en la vida de una persona más que en alguna trama que empuje la narración hacia adelante. Si de algo trata MAID (más adelante ampliaré un poco acerca del raro pero no tan absurdo cambio de título) es acerca de la supervivencia, de los abusos emocionales y de las dificultades económicas que puede tener una mujer –y madre– para escapar de un circuito brutal y degradante.

A lo largo de diez episodios de casi una hora cada uno –excesivos, sin duda, pero igualmente arrolladores–, la miniserie se apoya (se «inspira», aclaran en los títulos) en la memoir de Stephanie Land titulada Maid: Hard Work, Low Pay and a Mother’s Will to Survive en la que se cuentan las experiencias de Alex (Margaret Qualley), una joven de 23 años, madre de una niña de dos, que toma la decisión de dejar a Sean (Nick Robinson), su emocionalmente abusivo marido y trata de sobrevivir por su cuenta. Esto es apenas el comienzo de lo que se puede definir como una verdadera odisea, un muy dificultoso camino hacia esa libertad y seguridad que Alex busca pero no le es fácil encontrar. Nada, pero nada, le será sencillo a la hora de salir adelante.

Se podrían hasta dividir los problemas de Alex en varios frentes o sectores. Uno, quizás el más novedoso y menos explorado en el cine y en las series estadounidenses, es el económico y burocrático. Desde el principio MAID va mostrando en pantalla los gastos que tiene Alex y cómo va quedando en cero o en deuda todo el tiempo. Cada gasto que ella hace está representado en cámara como si fuera un cuaderno de ingresos (pocos) y egresos (muchos). Al escaparse de la precaria casa en la que vive con Sean, la chica va a un refugio para víctimas de violencia doméstica. Y al principio tiene que lidiar con una enorme cantidad de trámites burocráticos para poder usar algunos de los beneficios del sistema. Todo esto, combinado con la necesidad de trabajar y la complicación de tener que hacer todo esto sin tener dónde dejar a la pequeña Maddy.

El único trabajo que consigue –y que más o menos se acomoda a sus necesidades– es la de ir a limpiar casas por hora. Y es así que trata de sobrevivir, con un sinfín de complicaciones ligadas a la movilidad, al alojamiento y a los problemas que le generan tanto sus clientes como su terca jefa. A la par, Sean le da pelea legal por la tenencia de la niña y allí aparece el segundo eje del film. Alex no es una mujer golpeada en un sentido literal. El tipo no le pegó jamás, no tiene lastimaduras, rasguños ni moretones. Sean es un abusador en otro sentido, más difícil de probar legalmente: le quita la posibilidad de tener una vida, la humilla constantemente, limita y controla lo que hace y deja de hacer, bebe de más y la agrede verbalmente y lanza objetos que le pasan cada vez más cerca. ¿Está el sistema preparado para proteger a casos como el de Alex?

En una serie que acumula una cantidad de contratiempos excesiva (no porque no sean realistas sino que, al estar presentados casi sin descanso, por momentos pueden resultar abrumadores), Alex tiene otro problema que resolver: su madre. Paula (interpretada por Andie MacDowell, madre en la vida real de Qualley) es una artista un tanto hippie que está a mitad de camino entre lo que algunos gustan llamar un «espíritu libre» y otros definirían como un claro caso de bipolaridad. Más que ayudarla, la mujer le pone más trabas en el camino, le complica las cosas (digamos que no es muy confiable) y hasta suele ponerse en contra suya, defendiendo a su ex. Y con su padre, Hank (Billy Burke), también Alex tiene una relación complicada. Lo único que parece fácil para la chica es la maternidad, ya que la pequeña Maddy es la niña menos problemática del mundo. «Un sol», dirían las tías.

A lo largo de los diez episodios Alex pasa por todo tipo de circunstancias y emociones. El tema de la limpieza, de hecho, no es tan central en relación a la trama en sí. Es su trabajo y también el que le permitirá una salida creativa inesperada en medio de la más complicada de las situaciones que tiene que atravesar. Es, también, donde conocerá a Regina (Anika Noni Rose), una abogada de mucho dinero con la que tiene una tensa relación pero algunas cosas en común que luego las unirán. Pero, fundamentalmente, es un espacio o lugar metafórico (de ahí el título), una suerte de trabajo «de limpieza» que va más allá de lo estrictamente físico. Hay mucho que limpiar y que acomodar en la vida y en la cabeza de Alex.

LAS COSAS POR LIMPIAR es una experiencia emocional fuerte, ese tipo de ficciones que hacen continuos nudos en la garganta al espectador, además de entregar varios momentos aptos para el llanto desconsolado. Es, además de todo, la consagración de Qualley como intérprete. La actriz de THE LEFTOVERS, de la reciente película EL TRABAJO DE MIS SUEÑOS (también en Netflix) y que fue reconocida por su breve papel como la hippie que conectaba con Brad Pitt en ONCE UPON A TIME IN HOLLYWOOD se carga encima con un personaje al que le pasa de todo, soporta todo y va sacando fuerzas que no sabía que tenía adentro. De a poco, con idas y vueltas, algunos errores y regresiones, su Alex prueba ser una mujer que no está dispuesta a ser una víctima toda la vida. Y saca de donde no tiene para salir de ese lugar. Es un trabajo para ganar premios y más premios.

Sí, se podrá decir que a lo largo de los diez episodios hay cuestiones que no funcionan del todo bien. Algunos «chistes» audiovisuales están de más, la musicalización no siempre es la adecuada, hay desvíos narrativos ligados a historias de las casas que limpia que podrían volar y hay situaciones en las que la acumulación de desgracias es tal que uno puede pensar que ya es demasiado. Por momento el sistema narrativo funciona a base de ofrecer una posible solución a un problema para luego tirarle (a Alex y al espectador) una complicación extra, inesperada, que impide esa «pequeña victoria». Y esto sucede tantas veces que, en cierto punto, uno no sabe si admirar la tenacidad y paciencia de la mujer o reírse de la cantidad de trabas que le aparecen en el camino, algunas de las cuales ella misma genera. Pero esa misma sensación de abandono, de «esto es imposible», la invade también a ella. Y aquello de «tirar la toalla» y resignarse se vuelve una opción para Alex también.

Pero la potencia de la miniserie como un todo es tal que uno, para el final, termina casi olvidándose de esos momentos quizás excesivos que pasó promediando la temporada. Las realidades de cada país pueden ser muy distintas, pero tengo la impresión que MAID es una representación bastante fiel de las dificultades que una mujer abusada y sin recursos económicos tiene para salir de la situación en la que está. Sí, es cierto, Alex es una chica blanca que, quizás a diferencia de otras en circunstancias parecidas, tiene ciertos horizontes ligados a su talento creativo (es la escritora de su propia historia, después de todo), pero sus experiencias de todos modos se sienten bastante universales.

Los guionistas y directores de los distintos episodios tienen, por suerte, la habilidad y la inteligencia de jamás caer en la llamada «pornomiseria». Sí, la vida de Alex es dura, complicada, difícil y llena de trabas, problemas, tironeos y desgarros emocionales, pero jamás la serie se regodea en ellos, no se hace un festín con sus sufrimientos ni casi tiene escenas de violencia física literal. Sí, claro, de la otra, de la más difícil de probar y la que vuelve a MAID una serie imprescindible para entender que los abusos emocionales pueden no dejar cicatrices a la vista pero dejan otras, mucho más profundas, que se llevan a cuestas toda una vida.